Cada noche se repite el mismo sueño. Abraham se convierte en águila y planea por feraces valles en flor, donde no hay verjas, puertas, paredes, muros o vallas que le impidan volar y explorar los confines dulces de la libertad. En sus sueños, imagina que la Luna es una fiel compañera a quien puede susurrarle sus anhelos y secretos. Imagina cómo debe ser el frescor matinal del rocío, refrescándole los pies desnudos mientras camina descalzo por esas tierras de Dios, que sólo conoce a través de los pasajes que lee en una vieja Biblia que oculta bajo su raído jergón. Los carceleros que le retienen en la mazmorra subterránea, húmeda, oscura, pestilente, le traen comida rancia e insuficiente una vez al día. Esperan a que muera de desespero, hambre y frío. Abraham se ha inventado un amor de nombre Niara. Ella le da fuerzas para seguir respirando, existiendo, soñando cada noche con el águila de nívea cabeza y frondoso plumaje negro. Habla con su amante imaginaria, mientras una bulliciosa "jauría" de retoños corretea en derredor, con el temperamento huracanado de los púberes que sueñan con convertirse en hombres desde las orillas de la más temprana mocedad.
Una noche como otra cualquiera se abrió la puerta chirriante y oxidada. Abraham esperaba a sus torvos carceleros, que vendrían como de costumbre a infligirle tormentos. Creyó el flaco y enfermo Abraham que era una visión de Niara, su amor imaginado, un arquetipo de los delirios previos a la muerte, el bello rostro de ébano que le observaba con singular dulzura y veraz preocupación. Vestía de blanco y venía acompañada de unos hombres que no hacían otra cosa que decirle que todo iría bien a partir de ahora, que se había terminado su cautiverio y que podría por fin ponerse las alas del águila para sobrevolar los cielos y platicar con la luna.