Una gama significativa de sueños pedagógicos la componen aquellos en los que te encuentras perdido entre horarios indescifrables, escaleras que en lugar de subir hacen descender y aulas que se esconden tras falsas puertas y cortinas. Es frecuente la estampa de un recinto de varias plantas, normalmente blancas, y organizadas cuadriculadamente en torno a un gran recibidor de suelo también ajedrezado, con un portentoso reloj de madera en su centro. Lo curioso del asunto es que el tiempo que brinda el reloj, dispuesto para regular la entrada y salida a las clases, está descaradamente desproporcionado respecto de las distancias que es necesario recorrer, y así, la otra noche, me encontraba teniendo que proveerme de unos patines eléctricos que, al tiempo que aceleraban mi paso, me proveían de alimento con unos extraños brazos articulados. También son frecuentes los sueños que te sitúan al otro lado de la ciudad, en el primer día de trabajo del primer destino. Desprovisto de pasado, de mapas y medios de transporte, piensas en la excusa que tendrías que dar si alguna vez llegaras. Pero nunca llegas, y si lo haces ya te han suplido. Al hilo, la pasada noche equivoqué el aula y me encontré improvisando teoría general del conocimiento o metodología educativa con alumnos de edad desconocida.
Sin embargo, la sensación asfixiante de los horarios, las prisas y la desinformación -por otra parte, el pan de cada día-, en numerosas noches deja lugar a la placidez que produce encontrarte conversando con alumnos durante el tiempo de esparcimiento o aprendiendo de sus preguntas infinitamente más sabias -por ingenuas- que las que ahora podrías hacerte. Una alumna desvela el misterio de la vida, y habla del amor, que mueve todo lo humano, mientras corros clandestinos de alumnos discuten al otro lado de las ventanas sobre cuestiones que rebasan los límites de la inteligibilidad humana. Y entonces, tras sus voces y siluetas, adivinas que el conocimiento sigue sin ti, al otro lado, casi en secreto.