El piano de Cortot envolvía de sosiego las paredes lisas de aquel terapéutico lugar de la Berger de París
Rec: "Son las diez de la mañana. Transito con un traje gris por una calle céntrica de Madrid. Miro al entorno y veo cientos de cubos al estilo del “13, Rue del Percebe". Son edificios desnudos de ladrillos. Edificios que muestran con todo lujo de detalles lo que acontece al otro lado de sus cristales. En la planta tercera de uno de ellos, un señor en pijama de rayas hace aspavientos con las manos ante la mirada cabizbaja de su señora. Más allá, a unos diez o quince metros, en el entresuelo del nº 23; veo como una chica, de unos treinta y pocos, limpia los retretes de un conocido bufete de abogados, los limpia, mientras – al otro lado del cristal- el señor del Lacoste mira con atención la pantalla de un móvil de alta generación. Desde la acera veo todo lo que acontece detrás de los muros de un viejo instituto de Lavapiés. Mientras en unas aulas los alumnos atienden como esfinges a su "don" de la mañana, en otras, sin embargo, – en las aulas hacinadas de la planta primera -, los adolescentes molestan con sus carcajadas a los señores de la jaula, sus profes. En ese momento, son las cinco de la mañana, mi mujer me despierta; Sofía, nuestra niña, acaba de pedir el "bibi". Esta noche soy yo el que está de guardia. Se lo hago y regreso a la cama. Cojo el Pilot de la mesita y escribo este relato, uno más, de mis sueños repetidos".
Recuerdo -le decía Alberto a Catherine – que mi madre siempre hablaba de mi abuelo. En la panadería de la calle San Francisco se reunían todos los miércoles: el tío Paco – mi abuelo -; el marido de María y “el barrigas”, el cuñado del banquero. Hablaban hasta altas horas de madrugada sobre la manera de recuperar los aires republicanos. La palabra Iglesia siempre estuvo prohibida a la hora de la comida. El tío Paco odiaba a los curas y todo lo que oliese a dulces monacales. No soportaba la censura impuesta por el caudillo y, no tenía pelos en la lengua para lanzar todo tipo de palabras malsonantes contra el Nacionalcatolicismo. Un día -cuántas veces me lo contó mi abuela- cuando estaban reunidos los rojos en el horno, los tricornios del régimen tocaron a la puerta: "Buenas noches – dijo un Guardia Civil -. Por favor, puede usted – en referencia a mi abuelo – acompañarnos un momento". A la mañana siguiente, en la cuneta de la carretera antigua de Alicante, a unos tres kilómetros de lo que hoy se conoce como la Explanada, hallaron el cuerpo sin vida de un señor con un orificio de bala en la nuca, era mi abuelo.
El tío Paco odiaba a los curas y todo lo que oliese a dulces monacales. No soportaba la censura impuesta por el caudillo
Después de la sesión, Catherine solía entregarle a su paciente unos fragmentos filosóficos para leer y comentar en la próxima cita. Decía esta alumna aventajada de La Sorbona que: "los sueños repetidos son el resultado de múltiples corrientes de desafección colectiva que se encuentran atrapadas en el interior del insconsciente. Corrientes atrapadas, en búsqueda constante de una puerta que las libere de la prisión que las reprime. Mientras el despierto no halla la llave -o sea, la razón – que las condena, las metáforas escondidas emergen cada noche en el interior de los barrotes. En la Francia de Hollande y en la España de Rajoy; se viven momentos de indignación y tensión. Momentos propicios para que el ideario colectivo tenga por las noches tales sueños repetidos". La lectura de esta semana versará, estimado Alberto, sobre "corrupción y política".
Por secreto profesional, Catherine callaba como una tumba cuando escuchaba en solitario los relatos provenientes de decenas de pacientes. En todos ellos había una constante que se repetía a lo largo y ancho de sus renglones. Era la ciudad desnuda, la misma que con tanta precisión describió Alberto, la que impregnaba los folios amarillos de estas mentes desconocidas. Mentes, por cierto, surgidas de la urbanidad y víctimas del diván.
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