Suicidios y antisuicidios

Publicado el 01 septiembre 2013 por Elinfiernodebarbusse
 Me pregunto, leyendo La verdad sobre el caso Harry Quebert, si el acto mismo de su lectura no constituirá una forma extravagante de suicidio, como sucede con algunos de los saltos al vacío que protagonizan los personajes de Suicidios ejemplares, de Vila-Matas. No hablo de suicidio estético (que también), sino de una forma de inmolación cósmica, de negación vital, de atónita y abrupta claudicación. Hay algunos lectores que me dicen que la novela les resulta entretenida. Aún así hay entretenimientos más sutiles y lustrosos, diría yo: los solitarios, los puzzles, los sudokus, por ejemplo. Hasta contar musarañas sería un entretenimiento más estimulante que esta morralla. 
Luego abordo Intemperie, de Jesús Carrasco, que leo con ganas, con entusiasmo, al principio. Pero alcanzo la mitad del libro deshecho, abotargado de tanto exceso de vocabulario agro que el escritor rebusca intencionadamente para -supongo- parecer ser más escritor, y esto me impide ver en él -lo siento- un texto fresco, literatura auténticamente de hoy, con enjundia, brío, innovadora. Todo lo contrario. Parece un texto escrito hace 70 años. Y yo odio ese otro poco imaginativo modo de suicidio que es escribir hoy como lo haría un escritor en 1913 o en 1950 o -casi- en 1970. Y a mitad de la novela -más bien nouvelle- es un demasiado descaro de calco del estilo de Faulkner el que detecto como para no sentirme decepcionado, por más que la trama me interese. A mí no me la dan con queso. Carrasco debería revisarse, por ejemplo, cualquier relato de Algunos muchachos o de Historias de la Artámila, de la Matute (escritora que me vino a la cabeza leyendo Intemperie, y no Delibes, como se ha dicho insistente y extravagantemente), para darse cuenta de cómo las palabras están hechas para el escritor, no el escritor para las palabras. Y eso es lo que hace que una obra llegue, venza, perdure; lo otro es exhibicionismo. Y sólo los genios hacen arte del mero exhibicionismo.
Me reconcilio con la literatura directa, sin poses, sin pretenciosidades, sin -casi diría- ruido y escaparates leyendo a Pablo d'Ors y su inolvidable Andanzas del impresor Zollinger. Un libro efectivo, imaginativo y precioso. Una lección de cómo escribrir desde la humildad. Y de cómo plasmar de manera fácil lo difícil. Después de esta entrañable nouvelle, le he leído su Biografía del silencio, para mí ya un libro de cabecera, de los de mesilla de noche, para abrir al azar por una página, leer un fragmento y dejar reposar nuevamente. Tengo pendiente su El estupor y la maravilla, que no he podido comprar, alquilar, robar aún, pero lo haré, seguro. Segurísimo. Los libros de d'Ors son también, siguiendo el hilo que nos trae, una forma de suicidio positivo, un antisuicidio, un suicidio abortado.
Otro antisuicidio me viene de la magistral prosa de Julián Ayesta y su Helena o el mar del verano, de la que se ha dicho que es una de las obras más hermosas de la literatura española de posguerra, y a mí me parece que no está mal -ni exageradamente- dicho.
A todo esto, los relatos de Suicidios ejemplares, de don Enrique, los leí en estado de éxtasis frayluisleoniano en una noche de agosto. Algunos de ellos los volví a leer a la mañana siguiente -después de un continental desayuno. Y los volveré a leer más veces. Es lo que tienen los grandes libros: no se gastan, no dejan nunca de decir lo que tienen que decir.
Bienvenidos de nuevo a El Infierno.
Imagen: El extravagante suicidio del idealista, ca. 1920