SULTANA (capítulo segundo)

Por Jrdecea


Buenas noches, queridos amigos. De nuevo con vosotros en el mundo de todo lo que rodeaba a la alcazaba de esta historia. Inicialmente quería contároslo en cuatro entregas pero casi seguro que os regalaré una quinta. Me siento cómodo con esta historia cargada de simbolismos y de sabores y sensaciones. Creo que así se podría definir lo que os traigo y os traeré en estos próximos días.Me gusta escribir sobre situaciones en las que se pongan en juego nuestros sentidos, todos a la vez, sin espacios muertos y momentos para la reflexión. La reflexión vendrá cuando lleguéis al “CONTINUARA” del final que, os lo creáis o no, me cuesta escribir. Me gustaría compartirlo con vosotros “del tirón”, como dicen por el sur. Pero la estructura del blog lo haría tedioso y difícil de manejar. Espero no cansaros con la historia. Espero vuestros comentarios.¡Ah, una cosa que casi se me olvida! El sistema ha dejado de avisarme cuando escribís un comentario y eso me dificulta el contestaros…si no sé que me habéis escrito cómo puedo entrar y contestaros. ¿Qué he hecho? Pues engañar al sistema: he puesto que quiero aprobar todos los comentarios que se hagan y así el sistema no tiene más remedio que enviarme un mensaje diciendo que hay un comentario en espera de moderación. Entro y lo apruebo. Los apruebo todos. Por ello, si escribís y no lo veis publicado inmediatamente, no os preocupéis que me ha llegado y pronto lo veréis publicado y contestado. Espero que eso no os disuada de comentarme lo que queráis. Me encanta poder interactuar con vosotros y no solo a través de lo que escribo en las entradas.Pues ya es momento de daros paso a la segunda entrega de SULTANA. Espero que la disfrutéis con un café caliente o un té humeante, que es lo que a mí me gusta.Recordad seguir soñando y siendo felices.Un cariñoso abrazo.
José Ramón.

Kamil, pasaba de la treintena ampliamente, era alto como ella, de tez morena y pelo corto, negro azabache, y un poco ensortijado, también como su pelo rizado. Quizá es que nunca estaba peinado y eso le daba un atractivo especial. Sí, era un árabe ciertamente atractivo a sus ojos de mujer que sin pestañear lo observaban. El ladrillo repleto de pequeñísimos agujeros pasaba desapercibido para aquél que ignorase su existencia. Desde dentro era como mirar a través de un colador de verduras. Se veía todo muy bien. Su construcción, cuya antigüedad es difícil de precisar, tenía como finalidad la observación a escondidas de las tramas y conjuras y a través de ese habitáculo poder ponerse a salvo del enemigo que pudiese asaltar la torre…pero de eso ya hablaremos más tarde…
Desde allí, ella, no perdía detalle. En silencio, con la respiración agitada, en una posición no demasiado cómoda pues el lugar era como una caja de cerillas para ese saltamontes que, en nuestros años de no pensar nada más que en jugar, cazábamos y lo metíamos dentro, para después soltarlo en medio de la clase de matemáticas, por ejemplo... Pero para ella era suficiente. Era todo lo que necesitaba para lo que deseaba. Le gustaba el tipo de personas que no disimulaban su timidez —Kamil lo era— y que irradiaban por sus cuatro costados el tesoro que custodiaban en su interior. Sí, le gustaba mucho y allí disfrutaba sin ser vista.Kamil era muy respetado en la alcazaba pues, no en vano, su trabajo guiaba la vida de los que por allí habitaban. Por ello estaba tan asustado. Allí estaba petrificado frente a aquella marca de lacre de color rojo, junto a la suya azul que certificaba que se cumplieron los tañidos correspondientes al almuerzo. ¡Dios santo! ¿Quién ha podido hacer semejante cosa? Aún tembloroso comenzó a rascar, con su pequeño cuchillo que utilizaba en las comidas, la tabla de madera para arrancar el lacre rojo con aquella forma tan especial. Debía hacerlo antes de que nadie pudiese verlo. Con la manga del suriyab intentaba borrar todo vestigio de lo que allí había unos segundos antes, pero la marca donde estuvo el lacre no terminaba de desaparecer. No puedo borrarla y al final romperé mis ropas, dijo rendido y se sentó frente al reloj solar que, al pie del muro de la campana, indicaba el momento exacto para hacerla sonar. Allí había un pequeño banco de piedra, sin respaldo…nunca se supo si aquello era parte de alguna construcción antigua que quizá sirvió para izar la campana a donde se encontraba entonces colgada. El caso es que se utilizaba para tomar un respiro a todo aquél que le daba por subir los empinados escalones que llevaban a la parte alta de la torre. Así lo utilizaba en aquellos momentos, Kamil, pero por motivos distintos a los físicos. Con la cabeza entre las manos veía pasar por su mente todo lo que le podría pasar si alguien se acercaba por allí y se percataba de la irregularidad cometida.Ella veía su espalda. Corría por su estómago, más bien por el bajo vientre, esa sensación que nos dice que la persona que tenemos en frente, o que permanece en nuestro recuerdo, es algo muy importante para nosotros. Es una presión únicamente comparable con la de un volcán segundos antes de hacer erupción. Es la presión del cariño, del deseo de estar con la persona querida, del amor incipiente…o de todo junto y revuelto a la vez. Decidió que no era el momento de salir. Tampoco lo fueron los días siguientes en los que Kamil, con más esfuerzo que resultado, seguía borrando aquellas marcas de lacre rojo…con forma de corazón.
— ¡Niños, vamos a clase! Es hora de entrar. Ya basta de jugar por hoy, que tenemos muchas cosas que aprender antes de volver a casa — dijo, Raquel, en la entrada a la madrasa del pueblo.Rubia, de media melena y rizos divertidos tras la lluvia, Raquel era la maestra de una madrasa modélica en la comarca. Lo era porque en ella no solo estudiaban árabes sino que compartían horas de juegos y exámenes —fáciles pues, Raquel, era machacona en sus enseñanzas y eso, al fin, le reportaba muy buenos resultados; bueno a sus alumnos que, por cierto, la adoraban — con cristianos y judíos, comunidades, todas ellas, ampliamente representadas en el pueblo. No así en el interior de la alcazaba en la que solo estaban permitidos los seguidores de Alá. La madrasa era un muy buen ejemplo de que es posible la convivencia en armonía de las tres religiones.Su abuelo y su padre abrazaban el Islam y su madre era cristiana. Ella también siguió el ejemplo de su progenitora, aunque por el pueblo corría el rumor de que tenía sangre judía. Quizá el origen de semejante invención estaba en el cariño con el que trataba a sus alumnos judíos…y a los cristianos…y a los árabes. Las invenciones y los rumores ya sabemos que en los pueblos surgen al doblar una esquina y desaparecen…nunca. Ella vivía en un pueblo que la quería y ellos, sus pequeños, como los llamaba, sentían pasión por ella.De sus antepasados heredó la belleza de ese perfil mezcla de culturas que hechizaba al que la conocía. Sus ojos eran de un color difícil de describir: verdes oscuros con reflejos de luz que al llegar la noche dejaban ver el color de la miel.Su belleza traspasaba la piel y se refugiaba en su corazón cargado de valores adquiridos, seguramente, en el trato diario con las tres culturas. Sabía coger lo mejor de cada persona, de cada situación, de cada experiencia vivida. Pocos la conocían por Raquel, y casi todos por Sultana. Heredado de lo que representaban e hicieron y vivieron sus antepasados cercanos, Sultana estaba orgullosa de su sobrenombre. Sultana la bella, a veces, y no le faltaba razón a quién así la llamaba. Sultana, hechizaba con su mirada dulce pero segura. CONTINUARÁ...........