Me entenderá quien haya viajado allí. Estuve en ese lugar en el que sólo se puede aullar de dolor esperando a que éste cese. La ausencia de lo querido se me hacía mucho peor que el vacío, dejando un hueco de paredes rígidas en el que ni estaban ni estarían el cariño de mis niños, mi hogar o valores en los que confiar. No había futuro. Así sentía al leer la sentencia judicial en la que no se me concedía la custodia de mis hijos. Vivir deseando morir suponía un gran esfuerzo, día a día conteniendo las ideas atractivas que podrían hacer llegar la paz. Una debía levantarse por la mañana y olvidar la dosis de paracetamol que provoca un fallo hepático intratable, esperar la luz verde del semáforo y dar dos pasos atrás para contener las ganas de saltar, cruzar un puerto de montaña por el que llegar al trabajo y mantener los brazos firmes al volante para no escuchar los cantos de sirena del precipicio.
Me propuse una tregua de varios meses: intentaría recordar por qué merecía la pena vivir. Mientras, tendría que representarme a mí misma según creía recordarme. Continué acudiendo a trabajar al servicio de emergencias, en Madrid, con la salvadora rutina de avisos que atender. Conocí a un hombre que me interesó realmente. Pero yo seguía pesando toneladas y era mi propio lastre, no sabía sonreír y tenía la certeza de que mi vida, como aseguraba mi ex marido, era una mierda.
En la Navidad de 2004 a 2005 escuché la noticia de un terremoto que había provocado un terrible tsunami al norte de Sumatra. Se estimaba que podía haber casi 300.000 muertos y un millón de desaparecidos. Varios de mis compañeros de trabajo fueron enviados a Banda Aceh, la ciudad más dañada. Desde allí nos hicieron saber lo complicado que les estaba resultando la supervivencia misma y crear las infraestructuras mínimas para ayudar a la población. En muy poco tiempo se necesitó organizar un relevo. Entonces me llamaron a mí. Soy pediatra y con diez años de experiencia en emergencias en aquella época. No tuve que pensarlo, sentía que tenía que ir. El vuelo se nos hizo muy largo. A la hora que en España deberíamos estar durmiendo, desde la ventanilla del avión vi amanecer sobre Banda Aceh. A esa altura podía distinguir buena parte de la ciudad sumergida como unas hermosas ruinas de una civilización antigua. Pero allí, abajo, para bordear los antiguos muros de casas ahora sería necesario bucear con botella. Si yo lo hiciera (en mi otra vida practicaba el submarinismo) encontraría escombros salpicados de objetos cotidianos todavía muy vivos (muebles, vajillas, restos de telas…) entre restos de cadáveres hinchados.
(continuará)
Nieves de Lucas