Summertime

Publicado el 25 julio 2013 por Francisco Francisco Acedo Fdez Pereira @Francisacedo
Los veranos de mi infancia parecían extraídos de las letras del Porgy and Bess de Gerswin: Summertime and the livin' is easy... your daddy's rich and your mama's good-lookin', so hush, little baby don't you cry. Y así eran. una vez terminadas las clases yo veía cómo a mis amigos les hacían regalos por las notas y yo, que era brillante (ya no tengo abuela que me lo diga) me veía sin ninguno. Papá decía que sacar buenas notas era mi obligación y que eso no merecía ningún premio, como no lo merecía el dinero que él ganaba. fuera como fuese llegaba mi adorada Tía Mariacruz y me compraba, por sorpresa, los juguestes mejores y más novedosos y Abuela Candela me daba un billete de los de cinco mil pesetas de Carlos III, que más que billetes parecían sábanas, a condición de que no se lo dijera a nadie y que me durara todo el verano. La primera condición la cumplía, pero se iba al traste, junto con la segunda, cuando comenzaba a llegar a casa a hurtadillas con bolsas de libros y los estantes de mi biblioteca estaban cada vez más llenos a ojos vista. Mientras transcurrían los últimos días de junio me tocaba hacer un tour por los negocios familiares, para acostumbrarme a ellos y echar una mano. Teniendo en cuenta que los negocios eran de lo más variado en unos me aburría como una ostra y en otros me lo pasaba como los indios. Aprendí a hacer más de una cosa inútil y mil cosas útiles, pero lo que me quedó claro es que, por mucha sangre empresarial que corriera por mis venas aquello no era lo mío. Lo que hoy se vería como explotación infantil, entonces era algo de lo más natural, o así, almenos, lo veíamos. Llegaba el día de San Pedro y San Pablo a las cinco de la mañana y toda la familia al pleno nos poníamos en marcha hacía Sangenjo. Cuando digo toda la familia, me refiero a cuatro coches con abuelos, tíos, primos, el servicio, todos cargados hasta los topes, con los artilugios más inverosímiles, con toda la odisea de recorrernos aquellos más de seiscientos quilómetros por las carreteras de entonces. Mes de julio íntegro en Galicia, en el chalé que alquilaba Abuela y dónde nos juntábamos más de veinte personas. Parece que aún huelo el aroma del mar, que saboreo los mariscos frescos, el ribeiro y el albariño (en aquella época no pasaba nada por darle un poco a los niños), que veo a Abuelo Manolo enseñándome a nadar, a pescar, a coger erizos, a chapurrear el gallego (que siempre acabé amalgamando con el portugués y nunca fui capaz de hablarlo en condiciones), a aficionarme a las gorras... Lástima que murió cuando yo tenía ocho años y el cincuenta y ocho de un infarto repentino. Yo vivía desde los cuatro años con los abuelos, y en las fotos se ve cómo mi mirada brillante y siempre alegre adquiría un fondo de tristeza que nunca ha perdido. Yo era un ser extraño, y no porque fuera un niño raro, que lo fui, sino porque mis primos mayores me llevaban cuatro años como mínimo y yo les sacaba otros tantos a los pequeños, así que me dedicaba a mis lecturas y a los paseos con los hijos de los vecinos de al lado, los Guisasola, vestido de punta en blanco hasta el club náutico y vuelta atrás después de tomarnos allí algún helado. Luego llegaría el acercamiento a mis primos mayores, mis primeras salidas, mis primeros pitillos, aquellas bandas sonoras de los ochenta, con Prima Maríajosé con su divino Bosé a todas horas y que no nos dejaba poner a los demás las cintas que teníamos. Las mías eran de lo más variopintas, abarcaban desde Alsaka y los Pegamoides hasta Verdi pasando por Maria Dolores Pradera y Alberto Cortez hasta Duncan Dhu. La heterogeneidad y la versatilidad me han marcado desde siempre. Pero aquellos veranos idílicos, con visiones únicas para la retina como ver a Abuela Candela bajar a la playa media hora después que el servicio hubiese llevado todo lo indispensable, con albornoz y turbante, que substituía por pamela para pasear y gorro de baño para nadar (todo en negro) y enormes gafas de sol, eran maravillosos. En agosto nos bajábamos a Cáceres y nos subíamos al campo, al Cuarterón y allí entre piscina, lecturas, bicicletas, paseos con los perros, criar patos que se acababan muriendo, fumar a escondidas y otras veleidades transcurrían los días. Menos mal que aparecían los Mariño, los Míguez o los Bazaga con sus hijos y aquello se hacía más llevadero, o se venían algunos de mis amigos, quienes, por otra parte, también estaban enclaustrados en sus campos. Yo, por mi cuenta, montaba altares a una pobre Virgen de Fátima, le hacía novenas, cogía a los invitados y los ponía a rezar rosarios (y si no que lo diga Tía Isabel, que lo repite cada dos por tres), si yo ya apuntaba maneras... La imagen la acabé regalando a Toñi (¿qué será de ella?) aquella estupenda muchacha que se desvivía por nosotros cuando se casó porque me la pidió. También disfrutaba de mis abuelos paternos que pasaban días con nosotros. Abuela Vicenta, que entre volver locas a las cocineras con sus cientos de miles de manías y tener conversaciones crípticas con Tía Adela, de las que nadie nos enterábamos, mover los periquitos de acá para allá y correr detrás de mi Hermano, agotaba todas sus energías. Con Abuelo Narciso tenía apasionantes conversaciones políticas sobre la política de los años 20 y 30, cuando él estuvo más activo y pasó de ser radicalsocialista a falangista. Confieso que mi sobresaliente en Historia de España del Siglo XX en quinto de carrera se lo debo más a él que a que a nadie. Entre il dolce far niente y mis excentricidades surgía algún que otro viaje con Mamá y Papá que nos llevaban a Manuel y a mí a Andorra, Marruecos, o a recorrernos Portugal de cabo a rabo. Eran los únicos días al año que pasábamos los cuatro juntos. Ya con trece años pasaron a mandarme algunas semanas a Irlanda e Inglaterra y un mundo nuevo se abrió ante mis ojos, pero ésa es otra historia. Al llegar septiembre se repetía aquella caravana de la Reina de Saba, pero esta vez hacia la Antilla, que estaba más cerca, y había que estar cerca para volver al comienzo de curso, aunque en la Feria de San Miguel se solía hacer otra escapada. De ahí mi amor por Andalucía, y por Huelva en particular, donde también se bajaba en Semana Santa, por San Fernando, y cada vez que había oportunidad, aunque las curvas de la Media Fanega te hicieran temblar antes de salir. En cualquier caso, atlántico de corazón y mediterráneo de cultura. Por cierto, y sin ánimo de ofender, Abuela siempre dijo que el Mediterráneo era un mar de pobres. Ella seguía con la mentalidad de los veraneos de sus padres en Espinho. Pues, muy resumidamente, así eran los veranos de mi infancia y adolescencia, realmente muy Summertime, debo reconocer. Pero si esto se me viene hoy a la cabeza, es porque tal día como hoy Abuela Candela nos empaquetaba a todos hacia Compostela para ver al Apóstol. Los nietos hechos un primor con nuestros bastoncitos de peregrinos con cruz tallada a mano y pintada en rojo y conchas de plata sujetas con sus lacitos con la bandera nacional. Un número que contaré otro día, si es el caso. Allí estábamos con Abuela quejándose por la cantidad de gente que iba ese día a Santiago, pero consiguiendo siempre uno de los primeros bancos de la Catedral. Mi unión al Apóstol quiso que acabara viviendo en pleno Camino de Santiago, en la Vía Lata y que mi casa (con concha de peregrino incluida en la fachada) esté en la Colación de la Parroquia de Santiago de los Caballeros, donde se fundó la Orden de Caballería. Estos recuerdos me ayudan a superar la imagen imborrable de la catástrofe de anoche (de esta noche, en realidad, porque escribo de madrugada) en la que los gallegos han demostrado de nuevo su entereza, su nobleza y su grandeza como pueblo. No dejo de rezar para que Dios, por intercesión del Señor Santiago, acoja benigno en su seno a los fallecidos, sane a los enfermos y consuele a las familias. Quizá mientras esto escribo no piense en la tragedia y mientras lo hayáis leído, si es que hay alguien que lo lee, los recuerdos del niño feliz que fui os hayan hecho este trance más pasajero.

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