No saber qué va a ocurrir, no hacer planes, no permitir que otros lo hagan por ti. En cierto modo el verano idílico es ése, el de las incógnitas, el de las incertidumbres. Habrá mañanas en que únicamente leas. Te sientas en el sillón, el que hay cerca de la ventana, pones un poco de música clásica (vale Shostakovich, me gusta cada vez Shostakovich) y dejas que un mundo deje de existir (qué sano es eso) y otro cobre vida durante unas horas, reemplazando al apartado, dejando que la realidad no prospere como suele, no cobre sus peajes habituales como suele, no exija como suele. Habrá mañanas en las que salgas a la calle temprano, desayunes en una terraza y ocupes las horas hasta el almuerzo en ir de compras por el centro de la ciudad, demorándote en los escaparates, entablando conversaciones casuales (qué deliciosas algunas, qué teatrales y narrativas otras) con conocidos o amigos que te vas encontrando, hasta que al término de la jornada (tres o cuatro bolsas en las manos) decides buscar una terraza, pides una cerveza y sacas el móvil por ver si te han enviado whatsapps y alguno es de verdad interesante. Habrá tardes en que no duermas la siesta, pero lo normal es que lo hagas a diario. No se precisa alargarlas innecesariamente, pero quién podría convencernos de qué es necesario y qué no. De hecho es lo innecesario, lo superfluo, lo que no es relevante, a lo que uno se entrega con más enconada fruición. Habrá noches en que veas tres episodios seguidos de The Terror (magnífica serie de magníficas aventuras, de las que ya no se hacen) o ver por fin la última de Woody Allen, que no has visto porque no has podido, por más que hayas programado hacerlo durante semanas y hayas comprobado que nunca se daban las benditas circunstancias de que pudieras. El verano es propicio para hacer las cosas aplazadas, sobre todo. Puedes meterte en un gimnasio de diez a once de la mañana (una hora para empezar debería ser suficiente) o escribir una novela (Beatriz, ah mi dulce Beatriz, así empezará, no hay comienzo que más me entusiasme que ése) o subir al trastero, sacar todos sus enseres (me encantan las palabras que no tienen singular o que se les da poco uso) y tirar lo que no sirve. Habrás días enteros en los que te sientas la persona más sentimental del mundo o la más dolida o la más promiscua. Luego acabará el verano, que es la estación en la que el cuerpo se reconsidera a sí mismo y hace propósito de enmienda y actos de contrición, pero a la espera de que concluya, no saber qué va a ocurrir, no hacer planes o hacer los justos, no permitir que otros hagan planes por ti o hagan los justos. Ahora, nada más cerrar esta confesión doméstica, almorzar, procurar no dejarse vencer por el sueño y ver cómo España le mete cuatro a Rusia. Ahí es nada.