Escribir a esta alturas sobre El caballero oscuro: La leyenda renace parece la otra cara del artículo sobre Get the Gringo. Y lo parece porque lo es. Ambos tratan sobre hablar a destiempo. Ya no toca la película de Nolan. Es el sabor del mes pasado y no el de este.
En cambio es ahora cuando me resulta interesante pararme en la última entrega de Batman. Ahora que Nolan ha dejado de ser un favorito de la afición, porque esta película fue recibida con ganas de sangre, con ganas de tumbar lo que antes se levantó. Nolan ha sido la penúltima víctima del fenómeno antifan y del absolutismo del espectador, y del crítico, del presente. Ese que dictamina que cada película de cada director interesante debe de de ser, indefectiblemente, magistral. No se permite ni la duda, ni la búsqueda de nuevos caminos, ni el despojamiento, ni mucho menos el error o el fracaso. Es una lástima porque la historia del cine está llena de bellos errores y de espectaculares caídas que dos o tres décadas después se reivindican como trabajos esenciales para comprender a sus responsables.
La leyenda renace es una película discutible, desde luego. ¿Pero si Howard Hawks, Billy Wilder, Anthony Mann o Ingmar Bergman tienen películas discutibles cómo no va a tenerlas Christopher Nolan? Hasta John Ford tiene películas discutibles. ¿Entonces cual es este fenómeno asfixiante que no permite a cineastas tan interesantes como Nolan, Tarantino o Paul Thomas Anderson nada más que la excelencia y la perfección?
La radicalización del discurso personal de Django Desencadenado y de The Master han descolocado demasiado y las reacciones oscilan entre los excesos, como si entre medias no hubiese nada más, como si las películas no pudiesen ser ambivalentes, difusas, interesantes en sus aciertos y sus errores; en su búsquedas, en definitiva.
La leyenda renace está descompensada, no funciona como película individual, aunque propone el corolario de una manera diferente de entender las secuelas, una táctica transmedia compartida con Los Vengadores, desaprovecha a algunos personajes por su fijación en componerse como mosaico integral , lo cual es por otra parte una estrategia narrativa de los más sugerente y a veces parece un resumen de si misma y de las anteriores entregas de las cuales ofrece una relectura y ampliación enriquecedor a través de variaciones sobre motivos anteriores de modo simbólico; es rocambolesca y atropellada en algunas partes, pero se permite elipsis sensacionales por su brusquedad, el exceso de diálogo convive con ráfagas de una concisión narrativa impresionante… Es, en definitiva, una película imperfecta.
¿Invalidan las imperfecciones, los errores y los excesos de La leyenda renace sus aciertos? ¿Invalidad directamente la filmografía de Nolan que pasa por corte directo de la gloria inmaculada a la mediocridad sobrevalorada, esa palabra infecta que no significa nada?
Con eso se mezcla, y esto es un signo de los tiempos de la hipervelocidad digital, la asombrosa pujanza del lobby freak. Este, entre otros muchos males, se aburre pronto de la novedad. No hay nada pero que el hecho de que este lobby te quiera, porque mañana te odiará con la misma pasión desmesurada y despechada del novio abandonado. Y es que Batman se había vuelto demasiado popular. Aquel no era su Batman. Lo que ocurre es que, en realidad, nunca lo fue; era el Batman de Christopher Nolan, su propia, personal e intransferible interpretación del arquetipo de la cultura popular más perfecto, indestructible y dúctil creado en el Siglo XX. Y encima había sido un éxito planetario:
“El éxito de este Batman creíble, y su voluntad por adherirse de manera simbólica a los temas candentes del momento, permitió a Nolan y a sus colaboradores apuntar más alto con su segunda película. Así pues, El Caballero Oscuro estableció un nuevo estándar para las películas de de superhéroes, hablando directamente a un público mayoritario y global sobre la forma en que las sombras se habían deslizado dentro de nuestras vidas mientras veíamos la televisión” Grant Morrison. Supergods (Turner Noema, pag. 402)
La saga Batman, de extraordinaria coherencia una vez cerrada con una tercera entrega que solo se comprende como la parte de un todo, perdiendo fuerza como unidad desgajada, supone la apropiación directa, frontal y sin coartadas por parte de una autor del imaginario de un personaje para rehacerlo a imagen de sus propias obsesiones y estilo. Pero esto, paradójicamente, no supone la disolución de ese personaje, su pérdida de identidad, sino la síntesis de universos: el de Batman y el de Nolan. Como lo fue antes el de Batman y el de Burton, otra apropiación personalísima que ajustaba el traje del murciélago a los mundos estéticos y morales burtonianos, e incluso como lo fue el de Schumacher con su delirio kitsch y filogay que venía a ser la revisitación de la serie de los 50 filmada desde el estudio 54.
Con la tercera entrega, y sin mediar ofensa de por medio, el Batman realista de Nolan se convirtió en el Batman “realista” de Nolan. Lo adjetivo se comió lo subjuntivo, la mayor virtud alabada en la segunda entrega era de pronto anatema. Batman era demasiado grave, demasiado severo y eso del realismo era una mentira. ¿Cómo iba ser real si salía un batplano y una batmoto y Batman hacia esto o aquello y estaba aquí y allí y llegaba en 20 días de un extremo del mundo al otro sin medios aparentes? Bueno, porque es Batman.
Su presencia anula cualquiera consideración realista de antemano. Menos la estílistica. El Batman de Nolan es de estilo realista y está basado en una idea explotada por el comic del personaje desde hace tranquilamente treinta años de situar al personaje en un contexto real o al menso plausible. Este tipo de crítica obvia por un lado la naturaleza fantasiosa intrínseca al personaje, puro pulp –material este que Nolan desarrolla en su primer entrega Batman Begines para centrarse en la siguiente en el thriller, otro género batmaniano clásico y terminar en la tercera por amalgamar ambos- y por otro esta historia ya nada reciente del cómic, que en la última década se ha dejado contaminar por la narrativa cinematográfica y la búsqueda de un realismo/naturalismo tanto psicológico como estilístico/argumental que ha terminado por casi asfixiar la parte mágica y fantasiosas del tebeo superheróico.
El Batman de Nolan es una gran tragedia en tres actos desarrollada a múltiples escalas y donde el proceso de regeneración del héroe es amplificado por el proceso de regeneración de la ciudad que representa: una Gotham cada vez más protagonista y visible, hasta culminar en una tercera entrega que es diurna en la gran mayoría de su metraje. Logrando así que la inmersión en lasl reglas realista establecidas sea de tal grado que ya puede presentar al personaje totalmente visible. A esto colabora la mayor soltura en las secuencias de acción, incluida ese magnífico cuerpo a cuerpo con Bane en el cual se prescinde la música de modo expresivo y se incluye una imagen de gran poder icónico: la máscara quebrándose.
Los sentimientos se plantean de un modo casi primitivo, en bruto. Lo conflictos son claros, la luchas épicas. Lo cómics de Batman y las películas de Batman, no nos engañemos, van dirigidas a un público mayoritario. Por lo tanto las sutilezas se reservan para el segundo y tercer plano y en el primero se presenta todo con claridad, concisión y una amplificación emotiva producto de su carácter original de cultura popular. Que también puede ser seria y grave. Y de hecho suele serlo más, aunque eso no entorpezca ni la diversión, ni el entretenimiento, ni la emoción.
A esto Nolan añade una inteligente mixtura, digamos cultural. Sin discriminar sus materias primas iguala bajo el prima general del relato superheroico –del melodrama de superhéroes se podía decir- el pulp y la tragedia, el cómic y la gran novela.
Batman se alimenta de Gotham Central, de El Largo Halloween, de El hombre que cae, de El regreso del caballero oscuro, de Año Uno, de la Catwoman de Darwyn Crooke Y Brubaker, de La Caída del Murciélago, de Tierra de nadie, de Hijo del Demonio, de La broma asesina, The Cult,… innumerables retazos e historias en definitiva que son usados a discreción pero no adaptados de manera directa con el fin de componer una cuadro reconocible como batmaniano aun dentro de las coordenadas propias del cine de Christopher Nolan con el cual se relaciona de forma íntima a tratar temas recurrentes como la disolución de la identidad y los conflictos que al misma acarrea, el fingimiento, el juego, el engaño, el truco, las estructuras alambicadas, la teatralización y puesta en escena por parte de los personajes dentro de las mismas ficciones…
Bajo su estética realista, su forma de superthriller entre Michael Mann –la referencia plástica más obvia- y Sidney Lumet –la estructura de numerosas escenas cortas, el tipo de fotografía y hasta la historia a gran escala con la ciudad como personaje pueden recordar la obra maestra El príncipe del ciudad- , el Batman de Nolan responde de forma sofisticada y subterránea a la lógica narrativa del tebeo por entregas, y no lo hace tan solo dentro de cada película, estructurada casi como arcos argumentales encadenados, sino que dada la voluntad conclusiva y recapitulativa, coherente con la obsesión de Nolan por incidir sobre el paso del tiempo y el recuerdo, de La leyenda renace se revela como el cierre a uno de esos masterplans macroargumentales que vertebran la estancia de los guionistas dentro de las colecciones.
Pero es igual, ya no queremos héroes circunspectos y oscuros, queremos los luminosos Iron Man y Los Vengadores. Como si una vía invalidara la otra, como si el realismo estilístico usado en Iron Man fuera de raíz diferente del de Batman. Lo único distinto está en la ambición en lo que se cuenta –una interpretación de Estudio frente una de autor- y en los universos divergentes de los cuales se parte: Marvel y DC.
Ahí está también el problema, y volvemos al lobby; en la necesidad de posicionarse como deceita o marvelita cuando la épica de Batman y la presentada por Joss Whedon en su gran versión de los Vengadores son análogas, ambas representaciones sublimadas de los universos de ficción a los cuales pertenecen.
La saga Batman, y esto también suele olvidarse, responde a la manera de hacer de la DC, a su canon de representación superheróico, que es muy diferente del de los supertipos con problemas mundanos de la Marvel. Mientras el modo Marvel busca la identificación visceral y directa entre lector y personaje, la DC presente nuevos dioses, arquetipos épicos, ejemplares, inalcanzables, pero con la puerta abierta a un concepto especialmente hermoso: el legado.
Y de nuevo Nolan se atreve con esto dentro de un personaje tan conflictivo por su iconicidad como Bruce Wayne/Batman. Todo lo cual permite interconectar su aportación, no unívoca ni obligatoria, al imaginario Batman, con la de Grant Morrison en las páginas de los tebeos a los largo de los 2000, en paralelo ambas.
Nolan llevaba a la representación del universo superheróicos en el cine la gravedad, el dramatismo, la negrura y el realismo estilístico que los cómicas llevaban más de una década cultivando para proponer una saga como nunca antes se había visto: plenamente asumida como superheróica, sin ironías, sin esa distancia referida.
Morrison, en cambio, hacía la operación contraria: llevar al tebeo el feliz sincretismo y al ironía posmoderna y zumbona del cine para recuperar el irrealismo, o más bien para expandir dentro de una franquicia popularísima y no creada por él su propias ideas sobre el universo real de los tebeos y su lógica ajena a las ideas de realismo importadas desde el cine y la televisión.
Cada uno triunfa en su medio personalizando el mismo material de partida: Nolan hace cómics que son películas, Morrison escribe cómics que son cómics. El primero plantea un desmesurado viaje moral y físico lleno de caídas y recuperaciones; el segundo una introspección psicodélica en todas las edades del personaje. Los dos terminan llegando a la misma conclusión: el viejo Batman debe morir y dejar paso a uno nuevo, regenerado.