Sursum corda

Por Daniel Vicente Carrillo



Todo animal cumple instintivamente con el deber de preservar su vida y su descendencia. El bruto sabe que su acto es bueno por derecho natural, pero no está en disposición de abstenerse de realizarlo en base a un juicio ético. No se obligó a ese acto mediante juicios ni, por tanto, queda facultado para emanciparse de él racionalmente.
El hombre, a diferencia de la bestia, adopta una posición intermedia: no alcanza a desear el bien gracias a un juicio, no obstante pueda apartarse de él juzgando. Juzgar no es aquí sinónimo de comprender. Se elige en base al discernimiento de las alternativas, mas se obra movido por la ignorancia. El juicio ético por el que el hombre se aparta del bien y lo rechaza es incapaz de hacerle reflexionar sobre el bien mismo, conllevando su olvido voluntario.
Se sigue que no puede hacerse el bien sin desearse el bien; que es imposible desearlo sin conocerlo; y que no es posible conocerlo sin amarlo, ya que quien lo odie evitará pensar en él y se hará del mismo una idea errónea. Por tanto, quien ama el bien desea el bien. Esto nos conduce a razonar en círculo, salvo que postulemos que ese amor es innato en el hombre. Ahora bien, si fuera innato, sería evidente y no precisaría de juicios para mantenerse, como en cambio es el caso. Luego precisa de la gracia para cobrar dicha evidencia.
No es, pues, por la voluntad que el hombre ama al bien, ni es por la reflexión que conoce, desea y tal vez hace lo bueno, sino según el amor que le ha sido infundido, y no por cierto de un modo natural, ya que para lograr distinción sobre este punto no puede fiarse de sus instintos contaminados por las pasiones. Otro tanto cabe decir de su razón, no menos corrupta; y, aun sana, limitada.
No se asciende a Dios por silogismos; tampoco al Bien supremo, que es el propio Dios. Si éste no desciende, el hombre queda a oscuras.