Sus manos eran cálidas, suaves pero firmes. Llenas de cicatrices, legado de su profesión como carpintero. Conocían el tacto de cada árbol, lo trabajaban y lo pulían hasta hacer de él la madera más suave que uno haya tocado en su vida.
Fabricaron más muebles, puertas y ventanas de lo que uno pueda imaginar, pagando como precio la pérdida de la punta de su dedo meñique, dejándole una fea cicatriz que años más tarde haría las delicias de sus nietos.
Conocían el frío y el calor más abrasador, nunca tenían descanso, si no trabajaban en el taller estaban atendiendo el huerto, arrancaban las malas hierbas sin piedad y mimaban con sumo cuidado a las tomateras y a les fabes.
Aprendieron pronto a sostener un cigarrillo, cuando en tiempos de guerra no había otra cosa que llevarse a la boca, y el hambre era una serpiente inquieta que se enroscaba en el estomago.
Fueron compañeras inseparables del manillar de la bicicleta que lo llevaba a trabajar cada día. En la cesta el almuerzo recién preparado y un Ducados colgando de la comisura de su boca. No necesitaba mucho para ser feliz.
Sus manos acariciaban lentamente la cabeza cuando alguna preocupación se colaba en su mente, el ceño fruncido y su mirada pérdida en el horizonte.
Sus manos me enseñaron a desgranar el maíz, a trenzar las panoyas, a segar, a trepar los árboles. Eran capaces de hacer las mejores cosquillas y de darme consuelo cuando me hacía daño.
Su pulso se detuvo a los noventa y tres años, pero su tacto
perdurará imborrable en mi mente por la eternidad.Las manos de un abuelo están llenas de historia y sabiduría, escuchémoslas.