No habrá película mejor escrita ni mayor emoción en su cine, mayor misterio incluso que el que reside en esta pieza enteramente rodada en estudio, sin lujos, tan robusta y febril que en muchos momentos hay que volver a fijarse en los fondos de los encuadres para advertir si es de día o de noche, dónde podemos estar, cuánto tiempo ha podido transcurrir desde el plano anterior.
Aquel cine "de mujeres" producido durante la guerra y del que Joan Crawford había sido todo un icono, no iba a ser tan fácilmente desplazado de un manotazo por la resaca de la vuelta o el júbilo por la victoria que alimentaron al cine negro, a los nuevos westerns, a los ecos "europeos" presentes en tantas cintas calificadas con las letras de la b a la z, representando "Daisy Kenyon" un hito en toda regla del entendimiento de lo que realmente era capaz de comprender meridianamente el espectador, mujer u hombre, a esas alturas de la historia del cine.
Y no por analizar, con esa precisión (por primera vez bien cruda, llamando a las cosas por su nombre, sin esquivar los tabúes) característica en su autor, lo que ocurre "más adelante" a personajes que pudieron ser de los Ray, Lupino o Losey fundacionales (y que de hecho serán de ellos en cuanto completen una serie de films centrados en las edades más inestables: quizá sólo "They live by night", "Knock on any door", "Not wanted", "Never fear", "Outrage", "The boy with the green hair" y "The big night"), podría Preminger ni por un instante mirar con superioridad al idealismo y al espíritu de tentativa que fue primordial en esos sus contemporáneos, porque de esa misma materia están hechos todos los personajes a los que penetrantemente más y mejor mira.
El corazón del film no está por ello en sus numerosas audacias, sino en uno de estos referentes, el personaje que interpreta un ya maduro Henry Fonda.
Surge y desaparece siempre de improviso, como un fantasma al que los tiempos de los vivos le son ajenos. Mantiene todo el film la misma actitud dulce e incorpórea. Después de perder a su mujer y haber combatido en un infierno de guerra, ya no sabe nada de códigos - cruzó unas cartas con ella, educadas seguramente, pero que se han convertido en algo especial para su afligida mente - ni identifica enemigos: sonríe sin ironía al cruzarse en el portal con el que positivamente sabe es el hombre casado que tiene por amante a la mujer que él pretende y hasta sentado en una escalera reconoce que el tipo no le cae mal.
Con ese poder para no contagiarse de las lógicas y las costumbres de los demás, hasta resulta perfectamente adecuada una escena de seducción como la que aquí hace, vestido con un pijama.
Esencializado y adaptado a otra edad, a otros vientos, no hay Fonda más Fonda que el de Preminger, el de "Daisy Kenyon" y el de "Advise and consent".
Y, más simplistamente aún, al cine americano le quedan ya poco más que los andares. Los de Clint Eastwood, que recuerdan a los de Fonda.
De parecidas hazañas, que debieran ser la cumbre de un trabajo minucioso iniciado hace muchos años, se llenará la filmografía de Preminger en la siguiente década (un inusitado musical dramático, el más admirable western dirigido por un extranjero, varios epics política y diplomáticamente anticipatorios para todas las décadas por venir...) sin previo aviso.
Tal vez sea aventurado pero no inverosímil suponer que el brillante guión del malogrado David Hertz, un consumado especialista en comedias, "se enrareció" hasta convertirse en este melodrama sin efectos melodramáticos, inasible, tan claro que la ambigüedad le es desconocida, un elemento que es un bastión para toda su obra.
El más incomprendido.