Así comienza Olmo, uno de los poemas imprescindibles de Ariel, de Sylvia Plath, que publica Nórdica con una nueva traducción de Jordi Doce, que se suma a las anteriores de Ramón Buenaventura y de Xoán Abeleira, e ilustraciones de Sara Morante.
Hughes tuvo una más que discutible intervención en el libro, porque eliminó quince poemas y añadió otros doce que no estaban en el manuscrito que dejó Sylvia Plath, lo que explica la publicación de una versión restaurada de la obra en 2004 a cargo de su hija.
Muchos de los textos que Hughes incorporó al libro los había escrito Sylvia Plath durante las últimas semanas de su vida y son probablemente su cumbre poética. Desde la Albada inicial, que arranca significativamente con "El amor" hasta el que cierra el conjunto, Palabras, que termina con la palabra "vida", los poemas de Ariel resumen un itinerario personal hacia el renacimiento vital, un viaje hacia la primavera que se inicia antes de la ruptura del matrimonio hasta una nueva vida, con todas las luchas y las furias de ese trayecto emocional.
Esa realidad conflictiva está en la raíz de muchos de sus poemas, resueltos con una mezcla de alucinación y realidad, de sueño y de vigilia, de angustias y obsesiones, de odios y afectos, de fragilidad y dureza, de venganza y desolación, de impulsos liberadores y tendencias autodestructivas, como en Ariel, el poema que da título al libro.
A esas contradicciones de la nueva vida y la muerte se refería Sylvia Plath en Edge (Filo), el último poema que escribió. Lo dejó fechado el 5 de febrero de 1963, seis días antes de meter -en el límite definitivo- la cabeza en el horno y abrir la llave del gas antes de que amaneciera aquel 11 de febrero.
A ese poema pertenecen estos versos. Son su principio y su final:
La mujer ha alcanzado la perfección.
Su cuerpo
muerto muestra la sonrisa de la realización;
la imagen de una necesidad griega
fluye por los pies de su toga,
sus pies
desnudos parecen estar diciendo:
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
La luna no tiene de qué entristecerse,
mirando fijamente desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crujen y se arrastran.
La poesía de Sylvia Plath, que alcanza en Ariel su cima expresiva y su mayor intensidad emocional con poemas deslumbrantes, es una conversación entre las ruinas que está atravesada por el tema de la muerte y por la afirmación de la propia identidad. Confesional y visionaria a la vez, transciende su propia experiencia biográfica para ir más allá de la anécdota personal y dar carácter universal a lo que escribe, a su poesía interrogativa y desolada frente a un paisaje sombrío y amenazador, como el del magnífico e inquietante La luna y el tejo, que termina así:
Más allá de su mero valor confesional, estos textos adquieren una transcendencia que está por encima de las limitaciones temporales, geográficas o individuales para conectar con el lector en un lugar del sentimiento, de la inteligencia o de la vida. En un lugar hondo y secreto, como estos poemas en los que se desnudó una persona que de alguna oscura manera revive en carne propia la figura dramática y atormentada de Medea, como advirtió Robert Lowell en el prefacio a la primera edición de este Ariel, el libro en el que Sylvia Plath "se vuelve ella misma, se convierte en algo creado con imaginación, novedad, desenfado y sutileza -ya no una persona, o una mujer, ciertamente no una 'poetisa', sino una de esas grandes heroínas clásicas, súper real e hipnótica."