Aquél era en un lugar de poder:
El viento me amordazaba con mi propio cabello,
Arrancándome la voz, y el mar
Me cegaba con sus luces, mientras las vidas de los muertos
Se desplegaban en él, expandiéndose como el aceite.
Allí degusté la malignidad del tojo,
Sus negras espinas,
La extremaunción de sus yaros amarillos,
Eficientes, tremendamente hermosos,
Y extravagantes como la tortura.
Tan sólo había un sitio adonde ir.
Cociendo a fuego lento, perfumados,
Los senderos se iban estrechando hasta la hondonada.
Y los cepos parecían casi como anularse
A sí mismos: ceros que, sin haber capturado nada,
Yacían arracimados, como contracciones de parto
La ausencia de chillidos
Formaba un hueco en aquel día caluroso, un vacío.
La luz vidriosa era un muro transparente,
Los matorrales guardaban silencio.
Yo me sentía presa de un afán calmo, de un propósito.
Sentía unas manos asiendo una taza de té, apagadas, insensibles,
Cercando la porcelana blanca.
¡Ellas le estaban aguardando, esas pequeñas muertes!
¡Y cómo! Excitándole como muñecas seductoras.
También nosotros teníamos una relación:
Cables tensados entre nosotros, estacas demasiado profundas
Como para poder arrancarlas, y una mente como un anillo
Corredizo, cerrado sobre algo veloz,
Cuya constricción también me mataba a mí.
Sylvia Plath