Taberna “La Asturiana”

Por Enrique23


La Asturiana era una taberna que ocupaba un bajo en el número 23 de la calle Vinaroz, en el barrio de la Prosperidad. En la fachada del local había un rótulo pintado a mano cuyo título decía “Taberna La Asturiana”, con un hórreo dibujado en un extremo. Así no quedaban dudas de la procedencia de los dueños. Al entrar en el bar tenías la sensación de estar en una taberna de aldea. Por dentro todo era sobrio y pobretón. La iluminación, de tubos fluerescentes, tristísima. El suelo de aburrido terrazo y de aspecto gastado y sucio. Las paredes, algún día blancas, se veían amarillentas, casi marrones, impregnadas del alquitrán de los cigarrillos que fumaba la clientela. Igual que las botellas que había sobre los anaqueles detrás de la barra, marrones y con una capa espesa de polvo y grasa.

El bar lo atendía una pareja de mediana edad que con el paso del tiempo nunca dejó de mantener el mismo aspecto de mediana edad. Se llamaban, y probáblemente se sigan llamando, Antonio y Cecilia. Creo que eran de algún lugar de los alrededores de Salas, “la Puerta del Occidente” de Asturias. También iba por allí su hijo Fermín, que les ayudaba con gran tesón.
Antonio, que tabajaba como fontanero, se mostraba siempre serio, desconfiado y algo socarrón. A veces se desprendía cierto sarcasmo en sus lacónicas frases que siempre tenían una marcada entonación asturiana.
Al igual que la taberna, Antonio tenía aspecto rudo de aldeano, especialmente por su vestimenta que se componía siempre de pantalón de pana marrón y camisa de cuadros de franela tipo leñador, formando un conjunto muy rústico. Su mujer, Cecilia, cuando estaba en el bar siempre se ponía un mandilón a cuadros azules con fondo blanco o al revés, con bolsillos de esos que llevan las señoras mayores en los pueblos.

Por eso, cuando entrabas en la taberna parecía que habías atravesado una barrera espacio-temporal, y de estar en una calle de la Prosperidad aparecías en un lugar cualquiera del agro asturiano. Curiosa sensación.

En “La Asturiana”, el vino se trasegaba de unos bidones pásticos a las frascas de vidrio grueso, que se iban vaciando mientras llenaban un vaso tras otro. (Foto: Enrique F. Rojo, 2012)

Los parroquianos de la Asturiana eran peculiares. Había gente mayor, la mayoría. Tal vez jubilados a los que les debían de echar de casa sus mujeres para que no molestasen mientras ellas limpiaban o hacían la comida y les mandaban a que se entretuviesen dando paseitos y dándole de comer a las palomas. Ellos lo que hacían era gastar la mañana y la pensión bebiendo un vino tras otro. También había gente más joven, algunos habituales, de borrachera diaria y ya con problemas serios de adicción al alcohol. Los fines de semana se juntaban todos y la combinación resultaba chocante. También había otros clientes, menos fieles, de sábados por la tarde, que llenaban el pequeño bar fumando, bebiendo cerveza y charloteando a gritos con los conocidos. La tele, cuando se encendía, se ponía a todo trapo. Antonio siempre fue duro de oido.

El vino que se servía, era a granel, del barato barato, y se trasegaba de unos bidones de plástico grandes en los que llegaba del camión de reparto, a botellas de cristal o a frascas que iban a parar a los vasos cortos de duralex en los que se consumía con avidez por la sedienta y aburrida clientela.
También se especializo la Asturiana en la venta de cervezas de litro, cuando todavía venían cerradas con chapa y después fueron pioneros en la distribución del nuevo cierre a rosca cuando todavía era una novedad. Vendían las litronas por cientos al día, especialmente los fines de semana y cuando había fiestas en el barrio.
Para quien gustase de la sidra natural con certificación de origen de Asturias, también la había.

Había en una de las paredes un cartelito con el siguiente texto: “El pinchu que aquí vos damos ye un obsequio del patrón, non mires tanto el tamañu, mira solo la atención”. Por supuesto, era pura socarronería, porque no daban pincho y lo único que había de comer eran pipas de Tarancón, patatas fritas “Santa Teresa” y huevos duros, que había que pagar como una consumición más.

Cuando Fermín se casó y marchó a vivir fuera de Madrid, Antonio y Cecilia mantuvieron la taberna abierta unos cuantos años más hasta que decidieron que era hora de jubilarse. Debió de cerrar hace unos quince años.
La fachada se cerró y la puerta se transformó en ventana, convirtiéndose el local en vivienda. En la actualidad quien no conociera el bar, difícilmente podría encontrar su ubicación ya que no queda el más mínimo rastro de su presencia.

(Extraido de “Recuerdos de la Prosperidad“)