Entre las obras que no he escrito ni escribiré en este siglo hay una vastísima cartografía del tabú. Puede ser que las grandes obras, aun sin ni siquiera un esbozo mínimo, estén siempre haciéndose –como le sucede a Dios-. Llego a imaginar que la anatomía humana esconde un órgano en forma de baúl en un lugar remotísimo al que se puede llegar sólo por inmersión y entrenamiento. Sería un pedazo de víscera unida, quizás por un microscópico hilo, a la boca y con la función de cerrarla a tiempo. El impulso que tensa el hilo y lo contrae retiene con un automatismo reflejo la tinta con la que se tendría que escribir. La ardua hazaña de llegar hasta el baúl requiere no tener que subir a respirar cada cinco minutos, dosificar las fuerzas, y el empeño de un guerrero al que se le ha encomendado rescatar los ojos de un animal mitológico que tengan el poder de ver en las tinieblas. Los tabúes tienen la costumbre de pasear sin sombrero, pero no pierden la ocasión de mostrar cortesía, quitándoselo cada vez que coinciden con alguien que los reconozca. En el fondo de ese baúl viven profusamente como anotaciones infinitas de un mundo fingido y que, en cambio, es tan mundo como el mundo consumido o que nos consume. Con la misma facilidad que tienen los líquidos para adaptarse, se agrupan por clandestinidades. Tejen el entramado de confidencias afines formando verdaderas familias de secretos. Los que comparten la triste indiferencia del desprecio son como espejos de goma, elásticos, aleatorios y leales al escondite que les ha tocado. Cada modulación ensancha o adelgaza, conservando la tensión de volver a su estado natural, pero la conciencia no lo resistiría. La conciencia se encapsula en una piel cristalina, cuya permeabilidad es mayor cuanta más hondura alcance. En la superficie es rígida, impermeable y hermética. En el baúl constan restos de conciencias que llegaron a asomarse. Otras veces, ya en posesión de los ojos del animal, ojos que ven en las tinieblas, ojos que no tienen el hábito de arrodillarse, ojos con la verdad al cuello, la retracción que el tabú impone es el cuidado del otro. El tabú, como prohibición sin ley, posee su naturaleza o, mejor dicho, es naturaleza. El fascismo de la naturaleza es mayor que el de cualquier sociedad y, atendida esta contrariedad, quien tenga en sus manos los ojos del animal mitológico, con tal de no violentar, calla. ¿Pero qué pretende, entonces, la escritura si no ser un disparo inmortal que va haciendo la muerte de las grandes comodidades del alma? ¿Acaso Dios no está haciéndose? Pues su muerte, también. He aquí uno de los tabúes de la obra que no he escrito ni escribiré. No es bastante con rechazar la idea de que “muerto Dios, se acabó la rabia”, sino que el combate entre los diferentes tabúes es la prueba de que ninguna rabia se acaba y, mucho menos cuando puede verse en la oscuridad. Al margen de la esencia del tabú, puede observarse la actitud que lo explica. Su fatalismo es una maldición con dos cabezas. Mientras una no deja de mirar a las convenciones, la otra se centra en la conciencia. Puesto que en el descenso nos encontramos con la paradoja de Zenón con su flecha que no llega, pero que en realidad sí llega, estamos en situación de escoger con libertad cualquiera de ambas soluciones, siempre y cuando sepamos que ambas soluciones son auténticos problemas. Y es por ese tamiz por donde se quedan atrapados los tabúes en el fondo de la víscera o del baúl. Lo sé porque, sin llegar, me he asomado. Y, al hacerlo desde el balcón de la memoria biológica, se vuelve en “yo clandestino” hacia la superficie o bien te conviertes en inadaptado. Menudo bicho.