Detalle manifestación 26 de febrero de 1981, contra el golpe del 23-F
El manuscrito viajó a Planeta unos días después y Planeta, que había iniciado una colección titulada "Nueva Narrativa" codirigida por Mariona Costa y Silvia Bastos, decidió publicarla. Incluso la pasó al premio Ateneo de Sevilla (era uno de los mejor dotados de entonces) de aquel año, premio en el que quedó en segundo lugar tras la novela ganadora, cuyo autor era Felipe Benítez Reyes y cuyo título es hoy, visto en perspectiva, toda una metáfora: Humo.
Mariona Costa y el equipo de Planeta me sugirieron buscar un título "más comercial" que Cierto sabor a ceniza. Después de intercambiar múltiples faxes (no existía el correo electrónico aunque hoy nos parezca mentira) con propuestas y contrapropuestas de títulos, me enviaron el que consideraban más ajustado al contenido de la novela: así nació el título definitivo: Una mirada oblicua. Después vendría la fotografía de Man Ray para la portada (también aportación del equipo Planeta) y el proceso de edición.
Escribí la novela bajo el impacto emocional del intento de golpe del 23-F. En 1989, cuando le inicié, todavía no me había quitado de encima sus efectos. Viví aquella noche en el ojo del huracán del compromiso político como miembro del PCE de Madrid con responsabilidades, pasé durante algunas horas a la clandestinidad y, visto lo ocurrido con Videla en Argentina o con Pinochet en Chile, casi me había despedido íntimamente de mis seres más cercanos y queridos. El 23-F había removido el suelo sobre el que había ido creciendo el llamado desencanto, había puesto en valor la Constitución del 78 y la libertad y había dejado claro que nada estaba consolidado, que en cualquier momento, la democracia recién iniciada podía irse a la mierda. A ello ayudaba, además, un terrorismo etarra que no entendía de procesos democráticos y que se había convertido en el mejor aliado de los llamamientos de la extrema derecha a acabar con el "caos" e imponer de nuevo una dictadura.
Pero yo comencé a escribir Una mirada oblicua porque necesitaba explicarme el comportamiento de una parte de mi generación, de quienes habíamos dedicado tiempo y experiencia y acumulado renuncias en la vida personal en la lucha por unos ideales que, poco a poco, la década iría esponjando. Por razones que no vienen al caso aunque vinculadas a la lucha urbana en la periferia de Madrid por unos barrios mejores, yo había conocido a brillantes urbanistas, abogados y sociólogos comprometidos a fondo con la remodelación de todo el Madrid periférico: en pocos años, lo que en Orcasitas, el Pozo del Tío Raimundo, Palomeras, El Carmen, etc... eran interminables extensiones de casitas bajas y chabolas, extensos barrizales o zonas de vertederos y marginación, se convirtieron en barrios nuevos con todo tipo de equipamientos y diseñados y construidos con la participación vecinal. Pero ya en aquellos años, comencé a advertir que no todos los urbanistas pensaban que su compromiso había de durar para siempre. Y quien dice urbanistas, dice profesionales de distintas disciplinas que comenzaban a pensar que su vida no podía depender de los ideales transformadores aprendidos y asumidos como propios en los años setenta. Era demasiado renunciar a poner en valor (un término que triunfaría años más tarde) sus capacidades y a la posibilidad de ascender económicamente gracias a ellas cuando la democracia ya estaba ahí.
En los cócteles, en la actividad cultural de la época, en los recitales, en encuentros de lo más diverso (en el Festival de Otoño de Madrid, en los Veranos de la Villa) se comenzaba a advertir la presencia de los primeros yupies. El pantalón de pana o el vaquero con la zamarra o cazadora era sustituído por los trajes, la arruga es bella, de Adolfo Domínguez, el dos caballos o el Dyane 6 dejaba paso a los primeros BMW de importación, y todo comenzaba a ser posmoderno, cool, guay o in. Y lo que fue peor: las reuniones con los vecinos para definir un centro cultural o un centro sanitario comenzaron, para algunos, a ser una "incomodidad" que debería ser sustituida cuanto antes por el planeamiento de grandes promociones inmobiliarias para desarrollar Madrid. La vida y las oportunidades pasaban frente a nosotros y no podíamos perder ese tren: eso contaban algunos que en los años posteriores y lentamente habrían de cambiar de orilla, de ideales, de convicciones.
Yo, como muchos otros que llegábamos del barrio y del compromiso directo vivimos con cierto estupor y no poco dolor ese proceso. Recuerdo que en aquellos años leí mucha novela social de los años 50 y 60 por no entender la promoción que se hacía del realismo sucio americano (Anagrama fue su editorial-emblema) mientras nuestro realismo (de Aldecoa a Marsé o a Fernández Santos pasando por Ferres o López Salinas) se silenciaba o descalificaba. Leí a los narradores americanos de la generación perdida y leí, de manera muy especial, a algunos escritores centroeuropeos: a los hermanos Walser y a un hoy casi olvidado Max Frisch, narrador suizo de lengua alemana cuya obra No soy Stiller, una reflexión sobre la identidad en la realidad contemporánea, acabó convirtiéndose en leit-motiv, casi en motor de Una mirada oblicua.
Ese proceso, sobre todo desde la perspectiva emocional, sentimental, íntima (y, por supuesto, moral), es el que abordo en la novela. Intenté explicarme mi mundo y el mundo de quienes apostaban por otra forma de afrontar la vida. Contradicciones, renuncias, dolor infinito, amores rotos y amores reconstruidos, lecturas, músicas: esa es la experiencia que viven los tres personajes principales: Esteban Neira, arquitecto urbanista, Germán Badía, sociólogo, y Andrea Santos, psicóloga curtida en la vida de frustraciones de las mujeres del los barrios periféricos. Un triángulos amoroso y un mundo cambiante como telón de fondo. De algún modo es también la crónica de la "primera burbuja inmobiliaria" vivida desde las entrañas de quienes la intuimos entonces y en ella se transparentan los efectos de la droga en los más jóvenes: la heroína se llevó en el barrio en que yo vivía, a casi la totalidad de un grupo de amigos.
Enrique Urquijo, un símbolo de la época en que se desarrolla la novela
Termino: de la novela escribieron Manuel Vázquez Montalbán en El País, Santos Alonso en Diario 16 o Ángel Basanta en ABC Literario, entre otros. En los próximos días en mi blog La mirada ajena aparecerán algunas de esas críticas. En el fondo, Una mirada oblicua podría titularse perfectamente Tal como éramos, el espléndido título del memorable film de Sidney Pollack. Pero dejémosla con el título con que apareció.