Se levantó muy temprano. Tenía ganas de faltar a la escuela, de quedarse deambulando por la casa, la angustia le había alterado el sueño y se mantenía firme, agobiante. Aún no clareaba la mañana, cuando se quitó el húmedo pantalón de pijama, le dio vuelta al colchón, con la vana esperanza de que su mamá no lo viera y después, casi de puntitas, caminó hacia la cocina, como por inercia.El silencio de la madrugada lo envolvía todo.Sentado en un banco de madera, entre la penumbra, le llamó la atención ver a Misingo, el gato de la casa, quieto como una estatua congelada: ese pelo blanco, erizado, como el que usan para hacer granizados era parecido al hielo raspado.La actitud del gato no era como cuando estaba acurrucado dormitando; en posición de acecho, vigilante sin mover ni un bigote, tenía hasta el último músculo tenso y sus penetrantes ojos verdes estaban clavados hacia una esquina de la cocina, en dirección a la pata de la mesa, ni siquiera parpadeaba. De pronto; sigiloso ratoncillo gris, dio unos pasos cautelosos alejándose de un pequeño hueco entre las tablas del piso.Emulando al gato, se quedó inmóvil, observando cada detalle de la escena: nueve años y nunca había visto algo parecido, tal vez por eso su padre siempre sentenciaba -No le den de comer al gato, que sino no caza...Como un rayo, saltó sobre su presa, le dio un certero golpe que lo dejó aturdido, conterniendolo sin sacar sus uñas. Desatinado, su respiración alterada era evidente, trataba de luchar contra esa portentosa fuerza que lo aprisionaba. La ansiedad le invadía y la lucha por escapar no parecía tener buen futuro.De pronto como si fuera un inesperado acto de misericordia, las zarpas se relajaron, Misingo aflojó la tensión, con aire de descuido y expresión de desinterés, giró la cabeza en sentido contrario y permitió que su presa se liberara: sin creérselo el ratoncillo dio unos pasillos lentos, como contándolos, alejándose en dirección de su añorado hueco en el piso de madera.
No mucho después la madre apareció en la cocina; autoritaria y con mecánica frialdad acentuando las palabras, le recordó la rutina:-Apúrese…vaya al baño, se pone el uniforme y desayuna-, y luego remarcaba -Váyase rápido, que ya casi entran las clases-.Camino a la escuela, iba como contando los pasos, el agobio del bulto en su espalda no era tan grande como el peso de su zozobra.Aunque la campana ya había sonado, poco le importaba la puntualidad, era mejor siempre llegar un poco tarde y evitar al matón de la escuela, que lastimando de palabra a todo el que tenía cerca, especialmente a él, hacía de las suyas repartiendo golpes y trompadas. Un ligero temblor le recorría el cuerpo en los recreos: los ojos verdes de Misingo de aquel niño agresivo, se le clavaban como dos rayos paralizantes de hielo y eran precursores de una nueva maltratada: no había ayuda de nadie, la maestra con desidia no se daba por enterada, y ninguna autoridad de la escuela se interesaba en protegerle de tanto abuso. Las piernas le temblaban a menudo, las sentía como de gelatina, cuando arrinconado a la salida de la escuela, se confrontaba con la imposible tarea de luchar para defenderse.Ya habían pasado varios meses, el matonismo no se detenía y muy triste pensaba que no había a quien acudir, en busca de ayuda.
Para La Coleccionista de Espejos:
Rodrigo Villalobos