Hola a todo.
Hoy toca cederle la palabra a una de las colaboradoras del blog. Bueno, en realidad el mérito es de su abuela, que es la que contaba el cuento
Si os gustan los relatos breves, os animo a pasaros por el taller de cuentos de Lourdes García Trigo. Seguro que no os defrauda.
Vamos allá.
Las tres toronjas
Nos metían en la cama apenas el sol se había despedido. Las tres en la misma habitación. Llegaba ella.
–¡Ay! ¡Pero qué niña tan linda! ¿No querrías venirte conmigo a mi palacio, y yo te casaría con el príncipe, mi hijo?
Y la niña le respondió:
–Yo me iría, pero llevo mucho tiempo dentro de la toronja. –todas asentíamos, comprendiendo a la pobre niña– ¿Tienes agua?
–No… si he cogido la toronja porque tenía sed…
–¿Y tienes pan?
–Tampoco…
–¿Y tienes vino?
–Menos…
–Pues entonces, ¡a mi toronjita me vuelvo!
Y desapareció.
A las semanas, el rey volvió a salir de cacería, pero ya no se acordaba de la niña de la
toronja, así que olvidó preparar el agua, el pan y el vino. En el bosque, de nuevo, se separó de sus caballeros -ninguna pensábamos en lo torpe que era el rey, que se perdía dos veces de la misma manera– y llegó al árbol de las toronjas. Cogió una y la abrió. De ella salió una niña vestida entera de azul: los zapatitos azules, los calcetines azules, el vestido azul –
–¡Ay! ¡Qué niña tan guapa! ¿No querrías venirte conmigo a mi palacio, y yo te casaría con el príncipe, mi hijo?
Y la niña le respondió:
–Yo me iría, pero llevo mucho tiempo dentro de la toronja. ¿Tienes agua?
–¡Ay! No, que me la he olvidado en el castillo…
–¿Y tienes pan?
–Tampoco…
–¿Y tienes vino?
–Menos…
–Pues entonces, ¡a mi toronjita me vuelvo! –reíamos ante el gesto desenvuelto de ella, simulando que volvía a entrar en la fruta.
Y desapareció.
El rey se prometió a sí mismo que no dejaría más a la niña en el bosque. La noche antes de salir preparó en su alforja una jarra de agua, una botella de vino y una hogaza de pan recién hecha. Y al amanecer salió en busca del árbol. Allí, cogió una toronja y la abrió. De ella salió una niña vestida entera de blanco: los zapatitos blancos, los calcetines blancos, el vestido blanco y el lazo blanco. Cuando el rey la vio, le dijo:
–¡Qué niña tan guapa! ¿No querrías venirte conmigo a mi palacio, y yo te casaría con el príncipe, mi hijo?
Y la niña le respondió:
–Yo me iría, pero llevo mucho tiempo dentro de la toronja. ¿Tienes agua?
–Sí.
Y la niña se bebió la jarra de agua.
–¿Y tienes pan?
–Sí.
Y la niña se comió todo el pan.
–¿Y tienes vino?
–Sí. –Y aquí ella añadía: pero sólo un taponcito, que eres muy pequeña.
Y la niña se tomó un vasito de vino.
Entonces el rey la montó en su caballo y salieron del bosque. Al llegar a una aldea, el rey se detuvo, y le dijo a la niña:
llegar despeinada sobre un caballo. En el coche podría arreglarse y aparecería guapa ante su futuro esposo.
La niña se sentó en una fuente a esperar. En esto, llegó una criadita con un cántaro. Cuando se asomó para llenarlo, vio el reflejo de la niña en el agua y, creyéndose que era el suyo, exclamó:
–¡Pero qué linda soy! ¡Y qué piel más blanca tengo! ¿Y yo tan blanca y tan linda voy a ir a por agua a la fuente? ¡Rómpete cantarito!-. Reíamos. La pobre, no se daba cuenta de nada, pero como estaba dentro del cuento no la podíamos avisar.
Y lo estrelló contra el suelo.
Al llegar a su casa le explicó a la señora que se había tropezado y que, al caer, rompió el cántaro Pero la señora se enfadó mucho.
–¡Llévate otro! ¡Y que sea el último!
La criada volvió a la fuente y de nuevo vio el reflejo de la niña.
-¡Pero qué linda soy! ¡Y qué piel más blanca tengo! ¿Y yo tan blanca y tan linda voy a ir a por agua a la fuente? ¡Pues rómpete cantarito!
La niña, que había visto todo desde el principio, no pudo aguantar más y se echó a reír. La criadita levantó la mirada.
–¡Ay! ¡Pero si eres tú! Y yo que creía que era mi reflejo… Y como vuelva sin el cántaro mi señora me va a pegar… ¡Ay!
Y se echó a llorar. La niña, que era muy buena, la abrazó y le dijo:
–Vamos, no te preocupes. El rey va a venir a recogerme en su carruaje y me va a llevar a su palacio con su hijo. Vente conmigo, y no tienes que preocuparte por tu señora.
Las dos se hicieron amigas en seguida. Cuando volvió el rey con su carroza, las llevó al castillo.
Pasaron los días, y el príncipe, la criada y la niña se hicieron muy amigos. Un día, cuando hablaban en el jardín, se acercó una bruja disfrazada de vendedora. Llevaba alfileres, peinetas, lazos de mil colores… A la niña le gustó una diadema y la bruja se ofreció a peinarla. Cuando estaba distraída, sacó un alfiler negro del bolsillo y se lo clavó en la cabeza. La niña se convirtió en paloma y se escapó volando.
Todos, en el castillo, estaban tristes, sobre todo el príncipe, que se había enamorado de ella y quería casarse. El rey, que quería mucho a la niña, se asomaba todas las tardes al balcón, a ver si volvía. Un día, se le posó una paloma en las rodillas. En la cabeza tenía una mancha negra.
–¡Huy! ¿Qué es esto?-. Acariciaba a la paloma imaginaria y tocaba la mancha negra, pequeñita, redonda. Sacaba la mancha. La mirábamos, expectantes.
¡La paloma se convirtió en niña!- ¡Oh! Aplaudíamos.
En el castillo se celebró una fiesta y el príncipe se casó con ella. Y vivieron todos felices y comieron perdices.
Y colorín colorado, –daba una palmada– este cuento se ha acabado.
Ala, ¡a dormir!
MUCHAS GRACIAS A LOURDES POR SU COLABORACIÓN.
Un saludo