La cosa comenzó a desmadrarse desde antes que Donald Trump arribara en Washington con los modales de un matón de barrio y desdeñara las contemplaciones y la paciencia mantenidas hasta entonces por Estados Unidos y la comunidad internacional con el cerrado y aislado régimen de Corea del Norte, una reliquia comunista de los tiempos en que ambas superpotencias jugaban al ajedrez geoestratégico en terceros países tras la Segunda Guerra Mundial. Allí, en la antigua colonia japonesa que ganó su independencia tras la última Guerra Mundial, ambas superpotencias libraron un enfrentamiento que acabó dividiendo el país en dos mitades: Corea del Sur, capitalista y aliado de EE.UU., y Corea del Norte, comunista y al amparo, primero, de la antigua URSS y de China, después. Pero aquella guerra nunca selló la paz y se mantiene latente, en “stand by”, gracias a un armisticio que no elimina totalmente las enemistades ni las desconfianzas.
Corea del Norte, un país receloso y pobre que mantiene en la miseria y bajo opresión a su pueblo, invierte, no obstante, a causa de esa guerra nunca definitivamente acabada, un porcentaje nada despreciable de su presupuesto en rearmarse hasta los dientes. Por ello aspira a convertirse en una potencia nuclear que le garantice el respeto, si no el temor, de los estados vecinos que lo consideran un anacronismo insoportable.
Pero a ello hay que añadir que, desde la llegada al poder del joven Kim Jong-un, un niñato con veleidades sanguinarias (asesina a sus opositores, aunque pertenezcan a su familia), la situación no ha hecho más que empeorar y multiplicar los desafíos. Con él como máximo líder, se ha acelerado el programa armamentístico hasta el extremo de haber realizado cerca de 80 pruebas con misiles de distinto alcance, entre operativos o en desarrollo, desde el año 2012, a pesar de las sanciones económicas y las resoluciones condenatorias de Naciones Unidas. Nada parece frenar la obsesión armamentista de la dictadura norcoreana. Y mucho menos las amenazas de Donald Trump, dispuesto a proseguir con la escalada retórica hasta donde sea innecesario e imprudente en un comandante en jefe del Ejército más poderoso del mundo. Se alimenta así una tensión que no resuelve el conflicto, entre otros motivos porque la opción de la fuerza bruta no exime las más que probables consecuencias indeseables a Estados Unidos y, menos aún, a los vecinos limítrofes con el foco del problema, como son Corea del Sur, Japón y la base aereonaval norteamericana de la isla de Guam, entre otros.
Antes de que la lluvia de “furia y fuego” arrase el país como se hizo en Vietnam (lo que no permitió ganar la guerra), Corea del Norte podría lanzar sus misiles y disparar sus cañones a la desesperada, sin que la totalidad del ataque pueda ser interceptado y neutralizado. Desde esa convicción es con la que advierten de su determinación de responder con misiles de alcance intermedio, que cruzarían los cielos de Japón, para atacar la base norteamericana de Guam. Un objetivo tan factible como el de Seúl y Japón en caso de desencadenarse las hostilidades. De ahí los llamamientos de la comunidad internacional por encauzar el conflicto por la vía del diálogo y la diplomacia. La desnuclearización de la península sólo se conseguirá desde el diálogo y la negociación, no desde la guerra. Por tal motivo la Unión Europea se pide calma. China, a pesar de su apoyo a la última resolución de la ONU que impone nuevas sanciones a Corea del Norte, también reclama sosiego a ambas partes. Y hasta en el propio EE.UU. comienzan a verterse críticas entre demócratas y republicanos por la manera que el presidente Trump conduce la crisis mediante amenazas y comentarios en twitter. Incluso su secretario de Estado, Rex Tillerson, llama a la calma. Y es que, si temible es el líder norcoreano, también lo es el demagogo e imprevisible presidente norteamericano. Eso es precisamente lo preocupante de este redoble de tambores: es producido por dos chiflados que juegan a la guerra, sin importarles las consecuencias que puedan tener para los demás, a los que pertenecemos al resto del mundo. Maldita la gracia.