Por: Jessica Dos Santos Jardim
Estamos en la víspera del día del trabajador y en mi mente no paran de mezclarse un sinfín de frases: “si uno no trabaja, no come” diría mi padre; “pero algo malo debe tener el trabajo, o los ricos ya lo habrían acaparado” nos escupe Cantinflas; “la esclavitud nunca fue abolida, solo se amplió para incluir todos los colores” recitaba Bukowski.
No obstante, lo que más hace mi cerebro es tararear una vieja canción de la Billo´s Caracas Boys, la cual se ha convertido, desde hace algunos años, en mi segundo himno nacional: “…Tanto trabaja’ y no tengo na’, tanto trabaja y no tengo na’…”
Yo empecé a trabajar a los 17 años, un poquito después de iniciar la universidad. Mis primeras faenas eran las típicas de una estudiante casi adolescente: call center, vendedora en tiendas, etc.
Sin embargo, un poco antes de graduarme, empecé a ejercer como periodista en una institución del Estado venezolano.
En aquel entonces, el salario mínimo venezolano era Bsf. 1.548,21 mensuales (unos $360 al cambio oficial). Pero, mi sueldo como redactora era bastante superior, me alcanzaba para vivir bien, aportar al hogar de mis padres y ahorrar.
De hecho, dos años después, me compré mi primer carrito, nuevo de paquete, juntando mis aguinaldos, con algunos ahorros, y un pequeño crédito bancario.
Recuerdo que la entrega de ese vehículo coincidió, casualmente, con el día en que el presidente Hugo Chávez firmó la Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras (30 de abril del 2012).
Su firma incluyó una frase a pie de página “Justicia social” y unos ojos al borde de las lágrimas.
“Ahora hay que luchar para que se cumpla”, dijo Chávez, pocas horas antes de viajar a La Habana para un nuevo ciclo de radioterapias.
Aquel nuevo instrumento legal redujo la jornada laboral de 44 a 40 horas semanales con dos días de descanso continuo, estableció el pago doble en caso de despidos injustificados y el cálculo de las prestaciones con base en el último salario, eliminó la tercerización o subcontratación, estipuló la inamovilidad laboral, extendió el permiso prenatal y postnatal, entre muchos logros, que eran realmente históricos para la clase trabajadora venezolana (y que se alcanzaron aun en medio de las más fuertes polémicas).
Hoy, siete años después, yo sigo en la misma empresa, pero ahora como jefa de prensa. No obstante, mi sueldo ronda los diez dólares (según la tasa de cambio oficial), por ende, se traduce, en 1 kilo de carne y un cartón de huevos.
Y para comprarle al menos 1 caucho al mencionado carrito estimo que tendría que reunir de forma íntegra todos los sueldos de al menos un año, pero, al transcurrir los 12 meses, lo conseguiría diez veces más costoso.
De esta forma, he visto, poco a poco, como la administración pública (en general) se ha venido abajo. Hay una inmensa ola de renuncias, de la que nadie habla, pero que todos conocemos. Estos trabajadores han recibido liquidaciones, tras años y años de trabajo, que no alcanzan ni para un par de zapatos.
Hace días chequeaba un estudio donde se afirma que diariamente ocurren entre 300 y 400 renuncias e incluso algunos sindicatos estiman una pérdida de al menos 5 millones de empleos formales tanto en el sector público y privado.
Yo no sé si sus cifras sean ciertas o no, pero conozco de cerca lo que es tener que realizar el trabajo de varios porque sus puestos se quedaron vacíos y nadie los quiere ocupar o peor aún: son tomados por personas sin el conocimiento necesario (y lo realmente grave: sin disposición), lo cual podría no ser tan grave en un medio de comunicación (aunque intentar enseñarle a unos tarajallos de 40 años, que no quieren absorber un carajo, como usar sujeto+verbo+predicado tiene su complejidad), pero sí lo ha de ser en empresas estratégicas como PDVSA o CORPOELEC.
Mientras tanto, los trabajadores que seguimos nos sentimos explotados y nos preguntamos día tras día ¿por qué coño estoy aquí?
La verdad no existe una propuesta atractiva: no alcanza el sueldo, mucho menos los cestatickets, las liquidaciones son un fiasco, las cajas de ahorro ya no tienen sentido pues la hiperinflación las devora, los seguros médicos son risibles (no cubren ni una consulta), muchas veces no garantizan transporte, tampoco hay constancia en la entrega de la bolsa de alimentación.
Además, esta suerte de nuevo beneficio (la bolsa), en algunos casos, se ha convertido en un especie de chantaje, como si por ella los trabajadores tuviésemos que anular cualquier posible reclamo o anhelo (reconquistar unas condiciones laborales dignas y un sueldo que alcance al menos para comer, por ejemplo).
Al contrario, ante nuestra aparente imposibilidad de cambiar el contexto, muchos (me atrevería a decir que todos o casi todos) hemos optado por modificar nuestra vida laboral.
De esta forma, algunos se fueron del país a trabajar en vainas que detestan cobrando mucho menos por el simple hecho de ser venezolanos, pero ayudando a sus familiares a subsistir a través de las remesas; otros seguimos en nuestras oficinas habituales pero trabajando para varias cosas a la vez (los famosos “tigritos”) y siendo subvalorados (a un diseñador suelen pagarle 400$ por un trabajo, pero si es venezolano le ofrecen solo 20$ porque “si los cambia en el mercado paralelo eso le alcanza”, “siempre hay algún venezolano necesitado que esté dispuesto a aceptar”, etc.), algunos se pasaron al mercado informal (venden o revenden cualquier cosa en sus estados de Whatsapp), etc.
De hecho, yo estoy convencida que ahí, en nuestra capacidad para el resuelve, en nosotros como pueblo creador, radica una de las razones por las cuales hemos podido encarar la crisis económica sin que exista, aún, un desbordamiento social. Pero ¿cuánto aguanta eso?
Mientras tanto, muchos supuestos líderes obreros del chavismo se dedican únicamente a mostrar por televisión su exceso de kilos, nos invitan a marchar el primero de mayo, y hasta nos culpan por supuestamente “no defender” los aumentos de salario que nos otorgan.
Por cierto, yo nunca he entendido ¿qué implica eso? ¿Cómo se supone que la gente debe defender su incremento salarial? ¿Saqueamos los negocios cuando apliquen sus aumentos o volteamos las camioneticas que siguen cobrando el pasaje al precio que les da la gana? ¿Nos matamos entre nosotros mismos? O ¿cuál es la propuesta cuando denunciar no da resultados y las autoridades te dejan sola en medio del ring?
Otros, los fanáticos de los eufemismos, nos hablan de porcentajes que suenan rimbombantes pero no alcanzan para nada, y hasta nos piden adoptar “la resiliencia” como estilo de vida, ¿a qué más tenemos que adaptarnos?
En Venezuela, últimamente los 1ero de mayo se suele debatir cuantas migajas de la torta le toca a los trabajadores, cuando el verdadero problema es que desde hace varios años dejó de ser nuestro cumpleaños.
Entonces, ¿por qué coño sigo, seguimos, unos cuantos millones, trabajando en el Estado? Algunos sacan una cuenta simple: en el ámbito privado se puede cobrar más pero la diferencia se evapora al ir a comprar (a precios no subsidiados) los productos de la bolsa de alimentos que da el Estado; otros porque en algún momento concebimos que nuestros proyectos laborales y el Estado de otrora (que estaba en constante fortalecimiento) eran un espacio de militancia política y ahora nos cuesta mucho despojarnos de aquella idea; algunos requieren sentir que poseen “estabilidad laboral” aunque esto no se traduzca en un buen salario; unos pocos piensan a largo plazo (pueden jubilarse con 30 años de servicios al Estado); y la inmensa mayoría creo que todavía conservamos la esperanza de que todo esto mejore… ¿Ustedes cómo lo ven?
Publicado originalmente en Venezuelanalysis