La belleza de la aldea residía en su muralla circular, rota en cuatro puntos por las torres de arquitectura antigua, bajas y anchas, coronadas por almenas triangulares, como dientes de algún carnívoro olvidado en la memoria de los hombres. De la altura de cuatro cuerpos, erigida a base de encajonar grandes sillares de una piedra poco habitual, grisácea y brillante, desde la distancia la muralla de Taonos provocaba la sensación de contemplar un anillo de acero que en los días de lluvia desprendía un fulgor metálico. La disposición de las construcciones de su interior era igualmente peculiar. Un mismo nivel de techos de paja y vigas por el que se podía circular sin pisar las calles cortas y estrechas como filos de navajas, que convergían en el centro.Los oficiales se apresuraron en volver a los merlones, mientras seguía aquel ataque invisible. Cruzaron el breve entramado de pasillos y construcciones bajas que conducían hasta las almenas. Encontraron a un grupo de soldados a pie de muro, vigilando el cielo bajo y oscuro donde nacía, descolgándose, una niebla espesa.Ciros se agachó y recogió un guijarro redondeado, del tamaño de un puño.
—Honderos —dijo. —Si piensan tomar los muros con piedrecillas…—apuntó el oficial de la segunda falange. —Un hondero puede derribar al mejor de tus hombres sin que éste pueda ni tan siquiera arañarlo —contestó el hermano del Conde. Se encaramaron a las alturas. Allí se acumulaba la tropa para saber quién o qué los estaba desafiando. Pero no vislumbraron nada más allá de sus propias narices. El repiquetear de las piedras sobre los techos del poblado continuaba, atemorizando a hombres y animales. Empezaron a distinguir en la noche destellos que se desvanecían y volvían a refulgir, como si se comunicaran entre ellos. Eran luces azules, como breves fogonazos, como relámpagos, pero provenían y estallaban en los bosques que los rodeaban. «¡Brujería!», gritó un arquero. Ciros se volvió, y miró a sus hombres como si fuera a amonestarlos. «¡Brujería!», se oyó desde una de las torres. Los guerreros se miraban, interrogantes, asiéndose con fuerza a la solidez de los muros. —Señor, permitidme comandar los hostigadores —propuso el joven veguer—. Acallaré a estos salvajes o lo que ose cruzarse en mi camino.
Poco después, las llamas consumían el miedo de los hombres grises que, amontonados frente a la hoguera, contemplaban la fogata que devolvían la calma a Taonos. Un silencio tranquilizador volvía a planear sobre sus corazones. Diríase que las golondrinas de Vamurta surcaban la niebla nocturna con vuelos acrobáticos.
Taonos, cuentos de vamurta