Era una reunión familiar como cualquier otra.
«Son todas iguales», pensó Emilia sentada en uno de los sillones individuales, lo más lejos posible de los demás. «¿Acaso no les aburre más de lo mismo, todos los domingos? Siempre la misma historia. Y la tía…» Miró a la mujer rechoncha que se sentaba en el medio del sillón más mullido. «¿Cuántas veces vamos a tener que escucharla contar las mismas historias? Y luego empieza con sus consejos...» Suprimió un gruñido y se removió en su asiento.
—¿Decías algo, pequeña? —se volvió hacia ella la tía Matilde.
—No, tía, nada.
La mujer la miró con ojos entornados.
«Esa chica no va por buen camino. ¿Cómo va a conseguir esposo sentada allí todo el día? No la vi ni una sola vez haciendo algo útil. Samanta la mima demasiado.» Echó un vistazo a su hermana pequeña y frunció los labios.
«Allí estamos otra vez», se dijo Samanta, mientras tomaba la tetera.
—¿Más té, Mati?
—Claro, Sam —sonrío la tía.
Samanta le sirvió la taza con la mirada baja, sentía los ojos de su hermana clavados en ella.
«¿Qué estará juzgando ahora? Supongo que me enteraré dentro de muy poco.»
—¿Querido? —preguntó volviéndose hacia su esposo.
—¿Eh? Oh, sí, sí, gracias.
«¿Es que esta visita todavía no termina? Un hombre puede tomar una cantidad determinada de té por día.»
—Gracias, querida.
—¿Emilia?—preguntó Samanta.
—No, gracias, ¿puedo retirarme?
—No —dijo su padre.
«Si yo lo sufro, tú también.»
—Sí —dijo su madre.
«Ahí estamos otra vez», se dijo Matilde.
—Eres demasiado permisiva, Sam. —Su hermana asintió y Emilia suspiró. —Así no le enseñas a ser una buena esposa, ¿cómo va a conseguir marido?
«Acá vamos», pensó Emilia, «otra tarde con la familia».
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