“Invertimos cinco veces más en investigación para aumentar el tamaño del pene y los pechos que en la enfermedad de Alzheimer. Esto significa que estaremos guapos, pero no recordaremos para qué”.
(Alguien anónimo, en Internet).
Gran parte de las medidas del estudio (de total confianza) aparecen como “self reported”, es decir, los participantes han buscado un metro, se han ido al baño (o no) han solicitado ayuda (con suerte) y han sido sinceros (¿?). El eslogan del estudio podría rezar: “Échanos una mano, echándote una mano” o “Alégrese el día, y póngalo por escrito”. ¿Cómo será el proceso por países, para recopilar información? Quizá llamarán, requiriendo la atención de el o la, o los, cabeza de familia, y algún amable teleoperador habrá sido insultado al preguntar “Disculpe, ¿Podría indicarme su nombre, edad, y cuánto le miden las tetas? ¿Y el pene de su marido, qué tal? Es para una cosa”. Y los voluntarios… ¿Habrán participado los que se sientan orgullosos de su cuerpo? ¿Se habrán escondido los menos agraciados? ¿Será esta una medida para la honestidad patria?
Por supuesto, este tipo de estadísticas cambia el mundo; y lo decimos con toda la ironía del mundo.
Porque las estadísticas serias son menos graciosas, y trascenderán lo que dura un telediario. Y el asunto del tamaño será tema de conversación, no tanto el de la fertilidad, casi coincidente en los informativos con la gilipollez de penes y pechos. Pocas personas se preocuparán de la relación entre la industria química y la baja fertilidad que está afectando a municipios como Tarragona, donde más de la mitad de los hombres no alcanza el mínimo de calidad de esperma establecido por la Organización Mundial de la Salud. Es un secreto a voces, pero el problema, tan real como los vertidos, no da para tantos chistes, “porque a mí me gustan grandes”.