Te echo de menos

Por Expatxcojones

Mis padres de novios. expatriadaxcojones.blogspot.com


En junio de 1949 se publicaba en Estados Unidos la novela de George Orwel, 1984, considerada una de las obras más innovadoras, inquietantes e influyentes del siglo XX. En España nadie se enteró. El país vivía aislado de los acontecimientos extranjeros. Era la época de la posguerra y el NO-DO.
Ese es el mundo que encontró al nacer. Sus padres se habían conocido en un pueblecito de la costa catalana. Los dos vivían en la misma calle. Él era hijo de agricultores; ella, de valencianos que habían emigrado. No fue un flechazo ni una historia romántica pero fuera como fuese terminaron casados y padres de dos niñas. Ella es la mayor, aunque era hija única cuando la familia abandonó el pueblo y se trasladó a la ciudad.
   —Mi padre era muy trabajador pero también tuvo mucha suerte. Le ofrecieron un puesto de encargado en una fábrica. Para él supuso un salto importante. Hacía dos turnos para ganar más dinero. Dormía sólo cuatro horas y creo que eso le agrió el carácter; estaba siempre de malhumor.
La falta de sueño del patriarca no fue en vano. La familia, de origen humilde, prosperó. Así fue como ella, de rebote, dejó de usar la comuna del patio —que tanto asco le daba— y la cambió por un aseo como Dios manda. Se ahorró el pasar frío en los barracones de la enseñanza pública y entró en un centro privado, donde todas las profesoras eran monjas y las alumnas, chicas. Sus padres le compraron el uniforme. Falda y pullover azul marino. Boina y capa. Ese traslado —en el que ella no tuvo ni voz ni voto— hizo que dejase de ser una pueblerina para convertirse en toda una señorita.
   —Los domingos íbamos a los guateques. Fiestas privadas las llamábamos nosotros. Entre unos cuantos alquilábamos un local y comprábamos alcohol. Siempre había alguien encargado de poner los discos. Recuerdo que sonaban canciones de Los Brincos, Los Sirex, el Duo Dinámico y Los Mustang. En una de esas tardes fue que lo conocí.
Ella tenía trece años y él dieciséis. Ella era abierta y alegre. Él, tímido e introvertido. Eso sí fue un flechazo. Bailaron y bailaron toda la tarde. Lo siguieron haciendo cuando la música hacía rato que había dejado de sonar. Aquel día se despidieron con la promesa de volverse a ver. Y la cumplieron. A partir de entonces, él la esperaba a la salida del colegio. Caminaban hasta algún callejón oscuro, se escondían en un portal y se besaban furtivamente. Él ansioso, ella temiendo que alguien los pudiera descubrir. Sus padres montaron en cólera. Ese chico es un don nadie. Hijo de inmigrantes. Charnego, lo llamaban. Pero al final tuvieron que tragarse sus palabras, la niña no bajaba del burro y no les quedó más remedio que ceder.
Unas cuantas citas, varios bailes y innumerables magreos después se casaron. Corría el año 1970. La suya no fue una ceremonia al uso. No hubo marcha nupcial ni vestido blanco. Ella entró a la iglesia con un traje amarillo mientras de fondo sonaba un grupo de música folk. Al terminar, se subieron al Renault 8 del suegro —que se lo prestó a regañadientes— y se marcharon de viaje de novios al País Vasco.
De esto hace ya cuarenta y cinco años. Unos buenos y otros maravillosos. Unos malos y otros peores. Viajes, fiestas y amigos pero también trabajo, discusiones y soledad. Hijos. Separaciones. Nietos. Conflictos y celebraciones. Cuarenta y cinco años dan para mucho. Siguen siendo muy diferentes. A él le gusta el campo; ella prefiere la ciudad. Él goza estando solo; ella disfruta con la compañía de los demás. Él odia los convencionalismos; ella vive para los demás. Él reniega de las tradiciones; ella es una mujer de costumbres. Aun y así —o quizás precisamente por eso—se quieren. Cada cual a su manera; del mismo modo que hacen todo lo demás. Te echo de menos, le susurraba hace unos días él por teléfono, cuando ella estaba aquí conmigo. Y al oírlo me emocioné. Ojalá a su edad pueda yo pronunciar las mismas palabras con igual sentimiento.