Revista Viajes

Té hervido en fogón. 14 días de retorno

Por Marikaheiki

De cuando el cuerpo sigue en un lugar pero la mente ya se ha marchado. Bipolaridad: amo la soledad/odio la soledad. Todo esto al mismo tiempo. No quiero pasar un segundo más a solas y cuando hay gente me escondo porque necesito darle prioridad a todas estas oleadas que me llegan: se llaman finales y disfruto tanto hundiéndome en ellos. Cuando el cuerpo está presente pero toda la materia intangible vuela entre los recuerdos, escenas, palabras y los acota, une, interroga y pule como si fueran piedras mágicas. Hoy me siento especialmente rica en vida. Cada vez que pienso en estos últimos catorce meses todo lo que hubo antes lo siento plano. Pero no es cierto. También importa. También importa lo que venga mañana.

Olor a té hervido en el fogón. Humahuaca: dormimos en el suelo porque creíamos en la vida y obra del viejo y en su anarquismo sin manuales. Raúl y sus manos sucias (todas nuestras manos sucias). Impresión de que he hablado de todas las cosas menos importantes de este viaje y que de las que lo cambiaron todo no hubo palabra. Será porque como tú, M, necesito resignificarlas, vestirme de hombre para contármelas desde otro mirador distinto: hablar de cómo es posible que los miembros (qué palabra tan poco obscena) cuelguen de manera dulce, aunque ningún hombre se haya dado cuenta en la historia de la vida en la Tierra. No hablé mucho de Humahuaca quizá porque lo que vino después, la gigante Buenos Aires, me provocó un cortocircuito. Pero no lo he olvidado. Vivo a trompicones y eso significa que veo la vida en escalera y sé dónde un escalón se hizo aire hasta que apareció el siguiente. En los 1500 kilómetros de ruta a dedo se produjo una ruptura así. Llegué salvaje a la ciudad: los hombres me miraban por la calle pero no como me mirarían después, no por el calor. Había cierto desafío en cómo me miraban: como se mira a un animal que puede matarte. Intenté vivir como vivía en la montaña, reciclando la comida en la Vía, intercambiando pasajes de combi por flores. ¿Funcionó? Lo hizo, pero con mucho esfuerzo. Yo me rendí. Le interrogaba a los escaparates sobre otros tipos de vida, de economía, y me devolvían ropas bonitas, joyas, discos, libros. Las cosas que no necesito. Las cosas que la ciudad dice: “esto eres”.

Había olvidado que se libra una guerra en Siria.

Había olvidado las muertes al otro lado del mundo. Y no sólo la de los niños. Había olvidado las muertes diarias, las que no son símbolo de nada, las silenciosas que se olvidan en el fondo de un mar que no es de nadie.

¿En qué medida me responsabilizo de todas ellas por el simple hecho de olvidar que existen mientras lloro cuando me bajo de los camiones en la ruta y me invento un dios al que dar las gracias?

¿En qué medida me responsabilizo de la infelicidad del padre?

Olor a té hervido entre plásticos y cartones de la calle. Las paredes negras. “La realidad no existe”. Entonces qué es todo esto. “Una ilusión”, decía una película. Y una mierda. Como todas las respuestas importantes, pierden su significado —el significado de búsqueda—cuando son respondidas. Así que mantengo el interrogante. Me lo apropio. Algunas veces siento que debí hacerme ciertas preguntas a los trece años y no ahora. Pero no se puede obligar a las semillas a germinar antes de tiempo. Eso dicen los telépatas como nosotros.

—Piensa en un tipo de música.

—Jazz—respondes a mil kilómetros de distancia de donde yo estoy.

—Sí.

No le pongamos nombre a nada más, nunca más. Tú me dices: no me interesa comprenderlo, ES.

Y mientras tanto la lluvia y yo mezcladas hasta desaparecer. Ayer fui canción y nada más que eso.


Este texto forma parte del desafío 27 días de retorno. 

Hice otro desafío de 30 días en mayo de 2013 y conocí la hiperconsciencia. Puedes leerlo aquí.

Tulia también está regresando. A ella me uno en este viaje al origen.

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