A Javier Valdez lo han bajado los narcos. Su sombrero manchado de sangre es ya un símbolo de la lucha por la libertad de expresión y contra la barbarie.
Era un cronista lúcido y valiente, como Sergio González Rodríguez, cuyo corazón les ahorró el trabajo a los sicarios.
La obra de ambos contiene un reguero de pistas para llegar a comprender el fenómeno de la violencia en México. Pero la mafia los quería callados, como nos quiere a todos callados. Por eso hay que seguir leyéndoles, escuchándoles, escribiendo. No los podemos dejar solos. Ni muertos. Muertos aún menos. Esta no es una guerra lejana, tiene que ser también la nuestra. Iba a garabatear unas palabras, a modo de pequeño homenaje de un lector que lo estimaba como escritor y lo admiraba como ciudadano. Pero lo que quería decir ya lo había dicho él hace unos días en una de sus columnas afiladas. “Te van a matar”, se titulaba. Pocas veces el periodista tiene la oportunidad de teclear la crónica de su propio asesinato. “Se lo decían los amigos, los familiares, los compañeros del gremio. Cabrón, cuídate. Estos güeyes no tienen madre. Son unos malditos. Pero él seguía escribiendo críticas y denuncias en su columna, en uno de los diarios de la localidad: apedreando con sus teclas, sus palabras, el ejercicio del poder político, la corrupción, la complicidad entre criminales y servidores públicos, la policía al servicio de la mafia.Tenía varios años como reportero y suficiente experiencia para hacer trabajos de investigación. En la región sobraban los temas, pero todos los senderos, escoltados de plantas con espinas, conducían a la pólvora incendiada o en espera del gatillo, las miradas densas y vidriosas de los jefes, los callejones que pueden sacar de apuros y que no tienen salida, las calles que solo conducen a un humo caliente, que se levanta y baila con el viento, después del pum pum. Pero él tenía en el pericardio un chaleco antibalas. La luna en su mirada parecía un farol que aluzaba incluso de día. La pluma y la libreta eran rutas de escape, terapia, crucifixión y exorcismo. Escribía y escribía en la hoja en blanco y en la pantalla y salía espuma de sus dedos, de su boca, salpicándolo todo. Llanto y rabia y dolor y tristeza y coraje y consternación y furia en esos textos en los que hablaba del gobernador pisando mierda, del alcalde de billetes rebosando, del diputado que sonreía y parecía una caja registradora recibiendo y recibiendo fajos y haciendo tin en cada ingreso millonario. Los negocios en la agenda de los mandatarios eran su tema preferido. Cómo sacaban provecho de todo y la gente jodida en las calles, donde la indigencia crecía como la basura y se adueñaba de banquetas y esquinas, los prostíbulos estaban sobrepoblados y en los hospitales sobraban enfermos pero no había camas ni médicos. Eso sí, las cárceles hacinadas y el imperio del humo, de la nube negra tapando el cielo estrellado, colmaba las cabezas de los habitantes de la región: enfermaba, pero no hasta la indignación. Y en eso él, de plano, no cejaba ni cedía. Ni madres, repetía. Y se ponía a escribir. Una denuncia había puesto en el ojo del huracán a uno de los legisladores. Él se unió a quienes criticaron su poderío y sus lazos con las cumbres del poder político, económico y criminal. Fueron pocos los detractores y casi ninguna pluma, pero no se quedó callado. En el feis publicó una de esas fierezas, de palabras valientes, y le dijeron güey, bájale. Estos cabrones te traen ganas. Te van a matar. Él contestó Ba. No me hacen nada. Me la van a pelar.
Pasaron tres horas después de esa publicación en redes sociales cuando lo alcanzaron y le dispararon, de cerca para no fallar”