Desde aquel día me acompañó cada día al colegio. Esperaba tras la esquina de clase, se sentaba a mi lado en el comedor, contempló mi cuerpo desnudo en la ducha. Pronto dejé de cerrar las puertas. Ninguna llave podía separarnos.
Los perros nunca le ladraron. No olían su presencia. Acompañaban con gemidos preocupados los gestos de inquietud de mi cara.
Hoy hace treinta años de aquella primera vez. Él sigue a mi lado y aún no veo sus ojos. Su risa se ha esfumado. Ya no se alimenta de mis miedos.