Es cierto que, de entrada, el sabor puede recordar al de un puñado de césped pasado por un cedazo. Perdón por el símil, pero siempre llegamos a lo desconocido desde lo conocido, con un poco de imaginación y otro de valentía. Recuerdo aquella primera vez: cuando llegas al reino de los tés, te embriaga una atmósfera exótica de mundo heterogéneo y colonizadores británicos, pantalones beig cortos y calcetines altos, mucho calor, recolectoras con sari, El corazón de las tinieblas de Conrad... no sigo con las asociaciones porque me parece que me estoy psicoanalizando, y por aquí uno nunca sabe hasta dónde puede llegar o hasta quién o incluso si hay un quién ahí en las oscuridades del pasillo interior o un manojo de pulsiones... bueno, atrezzo freudiano con en el que nunca me he vestido, y menos ahora con estos 37º a la sombra.
Sí, recuerdo la primera vez: aquella exuberancia de aguas calientes especiadas, sus cajitas de cartón ordenadas en las baldas del supermercado y aquellas leyendas casi de autoayuda al dorso: que si antioxidante, equilibrio, quemagrasas, bienestar... Lo que no es retórica no existe: lo crucial es que sea verdad. Pues eso, té verde: el té verde descuella entre la multitud de híbridos herbáceos 'para dormir', 'para relajarte', 'para adelgazar', 'para averías somáticas diversas', 'para sacar al perro', 'para cuando no se te ocurre otra cosa mejor', 'porque sí'... Pero ahí estaba el té verde, en su simplicidad comunicativa de color primario (o secundario, depende desde dónde se vea), y en sus potencias curativas cuasimágicas: entre todas, recuerdo su detención del alzheimer -ya se ve que funciona-.
Y su origen chino. Me transporta al Liang Shan Po, aquel río mítico de aquella serie mítica de mi niñez, cuando los héroes como Chin Lu se atiborraban a té y vino de arroz (la verdad es que no he probado este último asunto, pero siendo valenciano, me da cierto repelús). Supongo que no hay nada más capaz de acoger y sublimar cualquier excrecencia imaginativa que los olores y los sabores y las músicas. En ellos cabe todo, son una enciclopedia caprichosa e imprevisible, seguramente porque refieren a realidades "menos materiales" que las que captamos por la vista (aquí sigo a Santo Tomás de Aquino). Si alguien me dice que el té es una invitación a la espiritualidad, no le diría que no, al menos por el contraste con nuestra dependencia de las imágenes, tan hipnóticas, que nos arrebatan la atención, a veces tan impositivamente. El té, su invisibilidad aromática y gustativa, me recuerda a la lectura: un montoncito de tinta sobre un montoncito de fibras vegetales (de entrada, algo no muy atractivo), y el resto es nuestro aporte espiritual.
Paladeo una taza de té verde, y al entrecerrar los párpados sé que se me achina el rostro, aunque Chin-Lu no me esperará para remontar justicieros el Liang Shan Po; y aunque, lo reconozco, en el fondo sigo siendo incapaz de liberarme de esta ciega fe en el césped.
Hola, esto es lo que hay