Cuando era un tierno infante y contaba con unos cinco o seis años, era poseedor de dos virtudes de un valor incuestionable. La primera es que tenía un éxito considerable con las chicas, y no eran pocas las que se me rifaban para invitarme a su casa a pan y chocolate, regado con un generoso tazón de Cola Cao. La segunda es que tenía por costumbre sacar buenas notas en el colegio. La tabla de multiplicar me costó, pero conseguí dominarla a base de entonar aquel cántico del uno por uno es uno y sus sucesivas variantes, y los conjuntos disjuntos no eran un desafío insoslayable. Pero con el tiempo algo pasó, y ambas cualidades se fueron evaporando de forma dramática. Perdí mi atractivo para las chicas sin saber por qué. Ya hubiera querido de mayor haber tomado aunque hubiera sido el chocolate del loro, pero nada de nada, mi magnetismo se perdió en la noche de los tiempos. De ahí el enorme mérito de la señora de Cahiers, que debió atisbar algo en lo más profundo de mi ser, aquel encanto perdido de mi infancia. En cuanto a mis capacidades académicas, los sobresalientes y notables de antaño se convirtieron en llamativos suspensos a partir de quinto de E.G.B. Normalmente obtenía malas calificaciones en matemáticas y en lengua, pero en una evaluación se me fue la mano y alcancé los cinco suspensos. En el correspondiente boletín, que debía firmar mi padre, aparecía ese quinteto de la muerte escrito con bolígrafo rojo o con sangre de una doncella, cualquiera sabe. Imposible de borrar o trucar, aquella tinta se había infiltrado hasta la médula en el papel, como si fueran uña y carne. Había suspendido incluso la religión y las manualidades o también llamada pretecnología. Recuerdo por qué el profesor me llegó a calificar como muy deficiente en esta última asignatura. El examen consistía en realizar en tu casa una figura con arcilla. Con todo el entusiasmo del mundo procedí a elaborar un cocodrilo. Era mi especialidad con la plastilina, así que no podía fallar. Cuando lo pinté me quedó un color un poco raro, el verde se mezcló con el color de la arcilla y le dio una tonalidad marrón. Pero bueno, que demonios, se veía a la legua que era un cocodrilo. Lo metí en una caja de zapatos y me fui al colegio, con la mala fortuna de que, con el traqueteo, el animalito se rompió en varios trozos. Cuando el maestro abrió la caja, se puso muy furioso, como si una mofeta le hubiera dado un beso de tornillo. ¡Qué es esto, maldito cochino!. La mutilada figura ya no se indentificaba con el famoso reptil y, dado el color con el que se había quedado, aquello parecía una colección de truños pestilentes o, hablando en plata, en un montón de mierdas. Fuera como fuese, lo realmente dramático es que había pasado de una media de dos suspensos, a obtener el récord poco honroso de cinco deficientes. De camino a mi casa, y con aquella pesada carga entre mis manos, un sudor frío me recorría la frente. Y no es que tuviera miedo al castigo físico, ya que mi padre nunca había pasado de amenazarme con zapatillas, cinturones y demás instrumentos. Que yo recuerde, jamás me puso la mano encima, pero, el sentimiento de culpabilidad y el temor de una reprimenda de órdago, eran más que suficientes para que mi cerebro maquinara alguna salida no demasiado onerosa. Una vez, en circunstancias parecidas, me sirvió un desmayo fingido, de tal manera que debería encontrar algo parecido que me sacara de mi particular atolladero. Un llanto prolongado y carente de palabras sería más que suficiente, pero tenía que ser muy convincente, debía estar a la altura de una Margarita Xirgu con pantalones cortos. Cuando llegue a mi casa, arrojé mi cartera, me dirigí apresuradamente hacia una silla en donde, con la cara escondida entre mis brazos sobre la mesa, comencé a llorar cual plañidera de primera categoría. Mis padres y mi abuela me preguntaban constantemente que me pasaba, pero el truco consiste en no hablar para que la preocupación de mis progenitores fuera aumentado. De esa manera, el saber que sólo lloraba por las notas, sería algo más tranquilizador que enterarse que me habían llamado a filas para incorporarme a la legión extranjera o que había vendido un pulmón en el mercado negro para comprarme el Cinexin. Una vez transcurrido un tiempo prudencial, ni demasiado corto para restar dramatismo, ni demasiado largo para provocar un exorcismo, deslicé de manera sibilina las notas por debajo de mis brazos y esperé con la tensión propia del que escucha una sentencia del Tribunal de la Santa Inquisición. Los segundos se hicieron eternos y al fin se rompieron con un: "Bueno, bueno, no llores más, todo tiene remedio, tampoco es para tanto, a estudiar más y se acabó". Una actuación de Oscar, aunque el truco ya no se podía utilizar más de una vez, porque las lágrimas cansan, la paciencia se agota y no se puede engañar eternamente a los mismos. Así que, no pueden imaginar cual fue mi situación cuando, unos años más tarde, recibí una carta del instituto anunciándome mi expulsión por malas notas. Pero, como ya he dicho en alguna que otra ocasión, eso es otra historia...