Televisión espectáculo y democracia: peligro inminente

Publicado el 04 febrero 2017 por Juantorreslopez @juantorreslopez

Justo en este año 2017 se cumplen cincuenta de la publicación de La societé du spectacle (en español, La sociedad del espectáculo. Pre-Textos, 2005). Se trata de un libro del filósofo francés Guy Debord en el que venía a decir que todo en nuestras sociedades capitalistas se ha convertido en representación, en un espectáculo que no es sino la imagen invertida de la sociedad real en la que vivimos.

Decía Debord que el espectáculo que nos rodea y nos inunda es la consecuencia del cambio definitorio de nuestra civilización capitalista, el que convierte las relaciones de cercanía entre la gente en relaciones entre mercancías cuando el universo del mercado absorbe y coloniza a toda la sociedad.

Ese espectáculo, decía, no es solo una colección de representaciones o imágenes que nos ofrecen para nuestra diversión sino una relación social de la que formamos parte a través de una pertenencia enajenada que nos lleva a vivir en un estado de falsedad sin réplica y sin futuro posible, en un constante presente.

Pero esa espectacularización de la vida no es ni mucho menos inocua. El espectáculo que se nos presenta como la forma amable, ligera, la más familiar y sencilla de contemplar nuestro alrededor, es en realidad la estrategia de dominio más sofisticada que se haya podido inventar porque se convierte en “el amo absoluto de los recuerdos y el dueño incontrolado de los proyectos… el espectáculo puede dejar de hablar de algo durante tres días y es como si ese algo no existiese. Habla de cualquier otra cosa y es esa otra la que existe a partir de entonces” (G. Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo).

La televisión es el medio privilegiado no solo para hacer visible esa representación distorsionada sino para construirla. De inmediato, el espectáculo televisivo nos atrapa y nos involucra sin remedio en la representación para hacernos, justo en ese mismo instante, sujetos pasivos, con capacidad de vivir, como he dicho, solo en el presente y, por tanto, sin necesidad de réplica orientada a diseñar cualquier otro tipo de hoy día o de futuro.

Allí, en la televisión-espectáculo, se expresan y se resuelven en la banalidad todos los relatos que tejen la vida social y así nacen, como también decía Debord, una política-espectáculo, una justicia-espectáculo, una medicina-espectáculo… y, añado yo, incluso una economía-espectáculo. Las vemos (involucrados, incluso sin querer, en ellas) cada día y a cada instante.

La televisión convertida en la fábrica del espectáculo se ha convertido en el entramado que organiza con brillantez y eficacia la ignorancia sobre todo lo que nos sucede y el olvido de lo que, a pesar de todo, haya podido llegar a conocerse. Y gracias a ello -sigo utilizando las palabras de Guy Debord- se ha podido acabar “con aquella inquietante concepción, que dominó durante doscientos años, según la cual una sociedad podía ser criticable y transformable, reformada o revolucionada”.

En España, como en tantas otras cosas, estamos viviendo todo esto igual que en otros países pero a nuestra manera, es decir aceleradamente y con exageración. El espectáculo y la banalización de todo lo que en la realidad es complejo ha capturado a todas las fórmulas del debate social.

Se ha convertido en espectáculo la búsqueda de pareja, la intimidad de los hogares y las familias, el amor o el desamor entre los matrimonios, la búsqueda de trabajo, el fracaso empresarial, la inocencia de los niños, la preparación de platos de cocina, el conocimiento o las operaciones de cirugía estética pero también la política y el debate sobre la economía y la forma de satisfacer nuestras necesidades más inmediatas.

No es cuestión baladí porque el espectáculo consiste en reducir cualquiera de esos trozos de nuestro alrededor y la realidad en la que estamos como un todo a fuegos de artificio, en expresarla del modo más simple o soez -si hace falta-, en gritarse unos a otros llamando constantemente la atención para que todas las miradas converjan, ajenas al exterior y a la contingencia de nuestra época, en el momento presente y en la mera anécdota.

Cuando el debate político o el económico se convierten en espectáculo televisivo también se aprovecha la representación para invertir los componentes de la realidad (intereses, ideologías, poder, clases…) y así poder deformarla. Se acaba con la historia y con el saber contrastado sobre el presente haciéndolos innecesarios para descubrir la verdad, porque desvelar las evidencias es el papel que ahora corresponde en exclusiva a los expertos. Y el diálogo, el contraste y la deliberación que son los elementos imprescindibles para generar conocimiento real se sustituyen por fanfarrias y voceríos, por los insultos propios de quien se limita a exponer lo poco o mucho que sepa como quien asalta una trinchera enemiga.

De espaldas, sin debate auténtico, sin necesidad de oírse uno a otro ni de utilizar como punto de apoyo algo del pensamiento ajeno, ya no puede existir lo verdadero -lo dice también Debord- sino, a lo sumo, verdades que no lo son porque lo son solamente de cada uno, meras hipótesis que nacen para no llegar a ser alguna vez demostradas. Así es natural que los contrastes solo puedan dirimirse entre insultos y agresiones, sin dejar hablar al oponente y que no importe que la mentira se use como sujeto, verbo y predicado. Que sea una constante sobre la que nadie pide explicaciones ni que su uso conlleve responsabilidad, solo el alimento que oxigena su propio alarido.

El morbo, el escándalo, la lágrima, la agresión, el insulto de los que se nutre el espectáculo se perciben como expresiones ingenuas, efusiones de espontaneidad y libre albedrío, un resultado de la naturalidad con la que los actores dejan correr sus sentimientos y emociones en complicidad no expresa con la parte del público que se identifica con cada uno de ellos. Pero, en realidad, el espectáculo está perfecta y milimétricamente diseñado y programado, como cualquier buena representación, para que todos esos elementos produzcan en los espectadores justo el efecto emocional (político) que se desea producir. Para ello y por esa razón, los actores que intervienen en el espectáculo televisivo, en la política-espectáculo o en la economía-espectáculo, no lo hacen por lo que son, ni los expertos por lo mucho o poco que saben, sino por el papel que representan. Y son seleccionados para que en conjunto se conforme el mosaico de emociones e impactos que se corresponda perfectamente con el efecto final que se busca provocar.

En la televisión-espectáculo nada se deja al azar aunque lo que se busca se esconda, como se esconden los trucos en los juegos de manos. El presentador o conductor (nunca mejor utilizada esta expresión de connotaciones mussolinianas) recibe constantemente las órdenes a través del “pinganillo” para que el programa discurra justo y exactamente por donde los propietarios del mundo que son sus dueños han determinado previamente que debe discurrir, y su desarrollo se modifica, se reorienta, se acelera, se pausa o sencillamente se corta en el momento necesario para que el efecto producido sea el buscado y nunca otro diferente. El “debate” en la televisión-espectáculo no se coordina u organiza -aunque lo parezca- como la escena donde hay un contraste que produce pensamiento libre sino que se conduce, se gobierna, según se ha decidido previamente para que genere el no-saber que se quiere producir y difundir. Es un acabado producto de diseño para acabar con el diálogo social que genera conocimiento auténtico como base de una auténtica democracia.

Dice con toda la razón Amartya Sen que la democracia es un sistema exigente, y no sólo una condición mecánica (como el gobierno por la mayoría) tomada aisladamente: “tiene complejas exigencias, que ciertamente incluyen la votación y el respeto por los resultados electorales. Pero también requiere la protección de libertades, el respeto por los derechos legalmente conferidos, la garantía de discusión libre, la distribución de noticias y comentarios sin censura alguna. Hasta las elecciones pueden ser tremendamente defectivas si ocurren sin que los diferentes participantes tengan una adecuada oportunidad de presentar sus posturas, o sin que el electorado goce de la libertad de obtener noticias y considerar los puntos de vista de los protagonistas principales.” (La democracia como valor universal).

La televisión-espectáculo que banaliza los problemas sociales y degrada su análisis hurta a la sociedad justamente lo que resulta imprescindible para que la democracia llegue a serlo realmente: la posibilidad de contemplar todos los componentes de la realidad para deliberar sobre ellos con todos los puntos de vista por delante. Es el instrumento más útil que puede haber para acabar con la democracia sin que nos vayamos dando cuenta de ello.