Temiendo Ser Nosotros Mismos

Por Av3ntura

Decía el psiquiatra argentino Jorge Bucay, en un taller sobre su Camino de la Autodependencia, que la vida en el último siglo está evolucionando tan rápido que lo que nos enseñaron de pequeños de bien poco nos va a servir si lo que queremos, de verdad, es seguir adelante y no quedarnos rezagados, condenándonos a la obsolescencia.

Muchas de las generaciones que nos han precedido no han sentido la necesidad de reinventarse tantas veces como nos vemos obligados a hacerlo nosotros, porque el mundo que habitaron todas ellas era un mundo analógico en el que las relaciones eran cara a cara, el trabajo se hacía de forma manual y la vida se compartía en los hogares y en las calles, no a través de infinidad de pantallas, como en el mundo digital en el que la mayoría de nosotros estamos inmersos.

Contaba Jorge Bucay que lo que su abuelo le enseñó a su padre, a este último le sirvió para guiarse con cierta seguridad por la vida; lo que su padre le enseñó a él, le sirvió para algunas cosas, aunque para muchas otras, tuvo que atreverse a cometer sus propios errores para cosechar sus propios aprendizajes. Pero tenía muy claro que lo que él les había enseñado a sus hijos, a estos no les serviría absolutamente de nada, porque el mundo para el que Jorge fue educado ya no existe.

En nuestro mundo digital, las certezas duran solo el tiempo que se tarda en refutarlas. Un tiempo cada vez más efímero, pues al estar todos conectados y contar con las herramientas de la inteligencia artificial, todo se ha precipitado y ya nada es lo que creíamos que era. Esta nueva realidad tan cambiante nos obliga a modificar constantemente nuestras hojas de ruta y a dotar nuestra vida de nuevos sentidos que contradicen muchas de las creencias heredadas de nuestros padres y maestros, pero al mismo tiempo nos generan nuevas esperanzas.

Imagen generada con Copilot


Los que nacimos entre los años cuarenta y setenta lo hicimos en una realidad muy gris en la que todo lo bueno de la vida parecía ser pecado o estar prohibido. 

En nuestro país, ese tiempo de silencio y oscuridad se hizo casi eterno por la dictadura de Franco y por su sed de venganza. No le bastó con ganar una guerra que había provocado él mismo al perpetrar un golpe de estado. No se conformó con que muchas familias se viesen abocadas a abandonar el país buscando refugio en Francia, Inglaterra, Rusia o el continente americano. Tampoco le convenció el ingente número de presos que malvivían hacinados en las cárceles o en los campos de trabajo, obligados a construir piedra a piedra sus pantanos, sus puentes o sus monumentos faraónicos a los caídos por España. No teniendo bastante con todo ese atropello, se determinó a humillar a los vencidos donde más les podía doler, robándoles a sus criaturas, incitando a los hombres de su guardia a violar a sus mujeres y sembrando el miedo a hablar, a contar, a permitir que sus hijos y sus nietos supiesen lo que habían tenido que padecer durante demasiado tiempo.

El miedo no nace de la nada, sino que se aprende y se acaba inoculando bajo la piel como un veneno que, lentamente, va penetrando capas hasta inundarlo todo y paralizarnos la voluntad. Los hijos lo heredan de sus padres, porque es lo que respiran cada día en el lugar que deberían sentirse más seguros, que es la casa de cada uno. Los niños se miran en el espejo invisible que los actos y las creencias de sus padres conforman para ellos. Si ven tristeza, dolor, impotencia y silencio, de ninguna manera pueden encontrar herramientas válidas que les lleven a construirse un mundo en el que ellos puedan sentirse seguros, felices y queridos. Siempre hay quienes aprenden el lenguaje de la resignación, mientras otros aprenden el de la rebelión. Pero ambos caminos son igual de peligrosos y destructivos.

Lo peor que le puede pasar a un niño es llegar a convencerse de que, haga lo que haga, su suerte nunca va a cambiar. Porque a los ojos de los adultos que le rodean, todo lo va a seguir haciendo mal y nunca le van a tener en consideración porque solo es una boca más que alimentar para quien nadie tiene nunca tiempo. Esa indefensión aprendida ha llevado a muchos niños de aquellos años de postguerra a esforzarse en dar mucho más de lo que se esperaba de ellos, en una búsqueda enfermiza de aprobación que raras veces encontraron.

Los niños y las niñas que se negaban a obedecer ciegamente y se atrevían a protestar o a contradecir las órdenes de sus padres, pagaban las consecuencias con malos tratos físicos y/o psicológicos que a algunos y a algunas les han llegado a marcar de por vida.

Con la legislación de hoy en día, a muchos de aquellos padres les habrían retirado la custodia de sus hijos por generarles esa inseguridad y ese trato tan vejatorio. Pero eran otros tiempos y otro mundo y otra vida. Lo que duele hasta rabiar es que muchos de aquellos niños y niñas hoy son ancianos que siguen anclados en aquel mismo miedo a vivir que les inocularon.

Vivir con miedo no es vivir, sino despreciar la vida. Callar lo que sientes no puede ser sano; dejar de hacer las cosas que te apetecería y nada te impide hacer, solo porque te siga preocupando lo que pensará de ti la gente que te rodea, es resignarte a pensar la vida, pero no atreverte a vivirla.

Como cantaba Serrat en aquella maravillosa canción de Cada loco con su tema:

Atreverse a volver a amar después de haber amado a otra persona no puede ser pecado. Regalarse uno mismo momentos especiales un día cualquiera no puede ser un despropósito.

Anteponer la propia persona a seguir cuidando de otras personas que luego no se preocupan por ti tampoco puede ser considerada una muestra de egoísmo.

Si no nos queremos nosotros, ¿quién nos va a querer? ¿quién nos va a cuidar? ¿a quién le vamos a importar?

Hay dos cosas en la vida que deberíamos traer grabadas a fuego en nuestro ADN ya desde antes de nacer:

Una es saber decir NO bien alto y claro cuando algo no nos convenga.

Otra es la capacidad de desaprender todo lo que hemos aprendido y solo nos sirve para sufrir y para acumular basura tóxica en nuestro cerebro.

La vida es el más extraordinario viaje que podemos emprender, pero hay que tener claro, de antemano, cómo queremos viajar, pues hay una gran diferencia entre turistas y viajeros.

Los primeros se desplazan hasta determinados destinos con una hoja de ruta previamente marcada. Antes de salir de casa ya saben lo que van a ver y hacer cada día y los sitios donde se van a hacer las fotos de rigor. Yendo así por el mundo, se pierden lo mejor del viaje, que es el descubrimiento de lo nuevo, la aventura, las sorpresas. Se limitan a hacer lo que creen que hace todo el mundo y, cuando las cosas no salen como esperaban, se frustran y vuelven a casa sin haber aprendido nada y quejándose de que se les ha pasado el tiempo volando y no han visto nada. Se quejan de su mala suerte y culpan siempre a los demás.

Los segundos se aventuran sin mapas, sin prejuicios y sin prisas porque piensan apurar hasta el último minuto lo que les depare la experiencia. Son eternos buscadores y van donde el corazón les lleve, empapándose de lo que ven con sus propios ojos y no ocultándolos tras el foco de una cámara o de un teléfono móvil. Aprenden de cada caída y de cada susto en el camino. Crecen con cada lágrima y con cada muestra de alegría y vuelven a casa convertidos en una versión muy mejorada de sí mismos. Nunca se rinden, ni se lamentan por nada. Viven en el hoy y el ahora, agradeciendo estar vivos aunque se estén muriendo.

Aprendamos a vivir como viajeros, sin importarnos las sendas que vayan tomando quienes nos rodean. Bebamos de las fuentes que nos sacien la sed de belleza, de esperanza, de buenas sensaciones y de colores. Dejemos de vivir una vida en blanco y negro y permitamos que las emociones nos ruboricen hasta quemarnos la piel. Atrevámonos a pintar las ventanas de nuestra alma de un azul intenso y abrámoslas de par en par sin miedo a lo que pueda entrar por ellas. Respiremos con ganas, riamos con entusiasmo. Celebremos cada aliento de vida como si fuese el último que pudiéramos disfrutar y despojémonos de toda la basura que aún nos enturbia el entendimiento. Que no nos dé miedo ser quienes somos de verdad.

Cuanto más ligeros de equipaje vayamos, más alto podremos volar.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749