Tempestad

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Un día amaneció el horizonte lleno de nubes oscuras que presagiaban tormenta. A lo largo de la mañana fue cerrándose el cielo más y más y la mar picándose y poniéndose movida. El viento se fijó del noreste y refrescó con rachas cada vez más violentas. Mandó el capitán arriar la gavia y la mayor y asegurar los palos, pero el viento pronto lo obligó a meter también el velacho y mantenernos con el trinquete bajo para capear el temporal que se avecinaba. Tendiéronse sogas de proa a popa para poder moverse por cubierta sin peligro de caer al mar, y se aferró bien la chalupa y otros bultos que había sobre las cubiertas.

A media tarde empezó la verdadera tempestad. El viento soplaba tan fuerte y estaba tan arbolada la mar que la nao caía a sotavento. Viendo esto el capitán y temiendo que alguna ola nos echase a pique ordenó tomar rizos a la vela, presentarle la popa al mar y tirar a Dios y a ventura por donde el viento nos llevase. Llovía terriblemente y las olas golpeaban al navío, se elevaban por encima de la popa y parecía que fuesen a tocar el cielo con sus crestas espumosas; aunque en medio de tales preñeces el galeón se comportaba en son muy marinero, respondiendo bien a las órdenes del capitán.

Para moverse era preciso aferrarse a las maromas y aún así era imposible dar tres pasos seguidos sin resbalar y caer, pues olas gigantes como montañas se cernían sobre nosotros y arrasaban la cubierta con la violencia de unas cataratas, incluso los marineros más experimentados se arredraban por la reciedumbre del viento que parecía que fuera a desgajar la vela y arrancar de cuajo el propio mástil.

A pesar de haberlos amarrado, los objetos se destrincaban por la violencia de las olas y bailaban sobre cubierta, arrastrándose y golpeándolo todo. Varias barricas se quebraron como melones al estrellarse contra la borda. Se desbarató el fogón y los ladrillos se deslizaban con el peligro de balas de cañón. El navío se zarandeaba en aquel infierno como si fuera una tabla a la deriva.

El día murió en un atardecer sombrío al que siguió una noche espantosa. Las mujeres y los enfermos habíanse refugiado en el entrepuente. Pensaban que allí se acababan sus vidas y oraban y recitaban letanías y se encomendaban a nuestro Padre Misericordioso de quien toda salvación proviene, aunque sus voces las apagaba el bramido de la tempestad y en verdad que nadie más que Él las habría podido escuchar.

El capitán nos organizó en dos guardias para la noche, la segunda bajo su mando, de modo que mientras unos descansaran los otros se afanasen en gobernar la nao. A mí me tocó el primer turno, que mandaba el piloto. Durante la noche, la tempestad resultaba más aterradora aún, las olas no eran sino montañas enormes, más negras que la oscuridad circundante, que las veía ascender sobre la borda y crecer y crecer hasta que se abatían sobre la nao espumeando con un resplandor blanquecino. Revuelto con el furor de la mar y del viento oíanse el restallar de las lonas, los latigazos de la jarcia y los crujidos del maderamen, como si la nao se estuviese resquebrajando, hendiendo y fracturándose en pedazos; y sin embargo, a pesar de los destrozos, el galeón seguía vivo.

Completamente empapado y agotado, con el cuerpo adolorido a la vez que insensible, con el cambio de guardia me arrastré hasta la tolda para pasar el resto de la noche en un duermevela sin descanso.

Un amanecer lechoso siguió a la noche. El temporal proseguía en su mismo grado y fuerza. Tomamos un desayuno frío antes de relevar a los compañeros y los que allí estábamos nos mirábamos con el temor reflejado en los rostros.

−No se aflijan, señores –nos dijo el piloto, aunque poco convencido−, que este es el pan nuestro de los marineros.

La mar no daba descanso, llena de valles y cerros más terribles que las sierras del Perú. Tan pronto caíamos en una sima y parecía que toda el agua del orbe se precipitaría sobre nosotros enterrándonos en lo más profundo del océano, como ascendíamos a una cresta y el vértigo nos encogía el corazón al ver aquel paisaje infinito y pavoroso en ebullición.

Con la piel erosionada por un millón de gotas que rascaban como la lija, los ojos enrojecidos por la sal, los dedos agarrotados por el frío y el cuerpo embotado por el cansancio, nos movíamos al son del silbato del contramaestre como fantasmas por la cubierta, sin más pensamiento ni objetivo que sobrevivir al instante presente, dar el siguiente paso, colocar la mano, cazar la escota o aferrar el cabo.

Las amarras de la chalupa se estaban aflojando y el nostromo me llamó para que lo ayudase a trincarla mejor. Yo estaba junto al castillo de proa y debía desplazarme unas varas por el combés para llegar a la chalupa. Aferrado a una de las maromas me había ido acercando paso a paso cuando vi una ola enorme alzarse sobre la borda, por encima de mi cabeza, y crecer y crecer hasta parecer la torre de una catedral. Respiré profundamente mientras miraba su cresta ominosa, me agarré con todas mis fueras a la maroma y esperé el golpe. Entonces se derrumbó sobre el galeón con tal violencia que me arrancó de cuajo de mi sitio, desgarrando la piel de las manos y llevándome de un lado a otro como en un torbellino, sin que pudiese hacer mayor cosa para evitarlo sino procurar no ahogarme y tragar más agua. Me parecía como si me estuviesen arrastrando al fondo del mar y yo no pudiese evitarlo. ¿Nadar? ¿Hacia dónde? Los pulmones me iban a estallar y, no pudiendo más, aspiré agua y tosí y me atraganté y creí llegado el último momento, pero la cubierta se inclinó en sentido contrario y ola se retiró, arrastrándome consigo. Caí vertiginoso hacia la borda de babor, estrellándome contra ella y luego me golpearon los ladrillos del fogón.

Me levanté atontado, sujetándome a un obenque del árbol mayor. El combés era un río enfurecido de agua espumeante, de agua roja que me cubría los ojos, que manaba de mí. Veía al nostromo gritarme algo, pero no conseguía escucharlo. Se acercó a mi lado y me pasó la mano por la sien, retirándola ensangrentada.

−Idos adentro, muchacho –me dijo, pero yo quise hacerle caso y porfié a su lado por amarrar la chalupa. La piel de las manos había desaparecido como arrancada por un verdugo del Santo Oficio, también me faltaban algunas uñas y cada movimiento era una tortura, mas finalmente logramos acabar el trabajo. La sangre me teñía de rojo la camisa, resbalaba por las calzas y se encharcaba junto a los borceguíes. Las rodillas se me doblaban y el zarandeo de la nave amenazaba con revolcarme nuevamente, pero el nostromo me abrazó, me arrastró hasta la escotilla del entrepuente y me dejó en unas manos que se alzaron hacia mí. Y no recuerdo más.