Tras un éxito internacional con su séptima novela, que retoma una de las formas más antiguas de la literatura, la forma epistolar, su autora, Lionel Shriver, y también los espectadores no podían haber imaginado una mejor elección para encarnar a esta madre sumida en la duda y la culpabilidad frente a un hijo que transforma su vida en un calvario. Tilda Swinton, una de las mejores actrices internacionales, cautiva por una masiva e intensa interpretación que hipnotiza desde la primera secuencia y que ya se ha visto recompensada por galardones como el de mejor actriz europea del año.
Qué mejor manera de comenzar la película que con el tono que su directora, Lynne Ramsay, ha querido imprimir a este descenso a los infiernos de la maternidad. Bañada en el intenso color rojo de la fiesta de la Tomatina nacional, Tida Swinton se ve arrastrada por miles de brazos que no le dejan tocar el suelo y con la mirada perdida en el vacío, estos primeros planos anuncian que pasará las noches en un blanco rojizo y que su futuro promete tintes de sangre.
La directora ha concebido la historia en dos partes diferenciadas por su tratamiento. En la primera mitad de la película los planos y las secuencias se mezclan, aparentemente sin sentido, volviendo al pasado y proyectándose al futuro. Una manera de mostrar la pérdida de referencias de una madre sobrepasada por las circunstancias y que, más que inquietar al espectador, lo aturde por un exceso de ejercicios de estilo “contemporáneos”. El problema es que para arriesgarse en construcciones de este tipo y salir airoso hay que tener el talento de un William S. Burroughs, en literatura, o de un Jacques Tati, en cine.
Por suerte, en la segunda parte, Lynne Ramsay decide cambiar las “moderneces mal entendidas” (aunque sigue insistiendo en el rojo, por si algún despistado todavía no ha captado la decimosexta utilización de la metáfora) por un discurso más inteligible y permite disfrutar de este triangulo diabólico.
Un marido que no quiere ver, John C. Reilly a la altura de las circunstancias, un hijo que las trae, Ezra Miller contenido y nada histriónico, y una pobre madre, que lo único que le gustaría hacer es salir pitando de este “hogar -nada dulce- hogar” transforman la última media hora de la película en una lección magistral de interpretación, próxima de una tragedia griega pero absolutamente actual.
Sí, tenemos que ver a Kevin, pese a sus defectos, porque Tilda Swinton hace que todo lo que emprenda se contagie de su personalidad. Prueba de ello es que cualquier visitante de la Villa Necci Campiglio de Milán, recientemente abierta al público y escenario de la espléndida Yo soy el amor, no puede evitar esperar que tras una de sus puertas aparezca la actriz, de un momento a otro, para recibirle. De sueños también se vive.