El 28 de marzo los soldados de Franco, que durante casi tres años habían estado asediando Madrid, salieron de sus trincheras en la Casa de Campoy en los alrededores de la ciudad para entrar en la ciudad.
Durante casi tres años tuvieron que limitarse a observar a los madrileños a través de sus prismáticos, sin poder pisar las calles. Estaban muy cerca, tanto que podían ver perfectamente el movimiento de los tranvías y de la gente andando por las aceras. Pero, a pesar de esta cercanía que les permitía ver el rostro de sus víctimas, no dejaron de bombardear la ciudad con sus cañones, destrozando cientos de edificios y segando miles de vidas.
Los soldados republicanos habían huido. Los que eran madrileños se habían confundido con la muchedumbre que esperaba angustiada la llegada de sus enemigos. Otros, los que no eran de Madrid, se habían marchado a sus pueblos y ciudades con la esperanza de recuperar sus vidas de antes de la guerra. Y otros muchos, miles, que se habían comprometido personalmente en la defensa de la República, huían por las carreteras hacia el Levante con la esperanza de poder embarcar y escapar de la previsible venganza del vencedor.
El 28 de marzo las columnas de Franco entraron en Madrid y se encontraron con un recibimiento masivo. Miles de personas les dieron la bienvenida con el brazo en alto saludando al estilo fascista mientras los soldados ocupaban los edificios oficiales y se hacían con la ciudad. Muchas de estas personas eran franquistas sinceros que habían estado viviendo ocultas durante la guerra. Otras se mostraban ostensiblemente partidarias de los vencedores con la esperanza de poder congraciarse así con ellos. La mayoría, simplemente, estaba feliz de que la guerra hubiera acabado.
Y para colmo, al sufrimiento de la población madrileña asediada, hambrienta y disparada sin cuartel, se sumó en el último momento el espectáculo bochornoso de una pequeña guerra civil entre las fuerzas republicanas, lo que supuso la señal hasta para el más optimista y taciturno de que la derrota era un hecho y sólo cuestión de (poco) tiempo.
Una guerra civil dentro de la Guerra Civil
Muchos republicanos eran conscientes de esto y huyeron para salvar sus vidas. Unos meses antes, en enero y febrero de 1939, miles de personas habían huido del avance franquista en Cataluña y se habían refugiado en Francia, que les recibió internándoles en campos de concentración. Sin embargo, los republicanos que estaban en Madrid no tenían otra posibilidad de escapatoria que aventurándose a atravesar media España hasta las provincias del Levante y confiar que un barco les salvara.
El 31 de marzo llegaron barcos a Alicante, pero eran de la flota de Franco. De ellos desembarcaron soldados franquistas y los miles de republicanos que estaban esperando una salida cayeron prisioneros. Un día después, el 1 de abril, ya no quedaba ciudad ni pueblo en poder de la República. La guerra había terminado.
Los republicanos fueron atrapados sin posibilidad de escape. La represión fue cruel. En Alicante, en Madrid, en todas las ciudades conquistadas en el último capítulo de la guerra. Parafraseando al protagonista de la obra de Fernando Fernán Gómez ‘Las bicicletas son para el verano’, no había llegado la paz, había llegado la victoria.