Territorio apache

Publicado el 31 marzo 2020 por Xavier Xavier B. Fernández

Cuando los primeros colonos llegaron a América, algo les vino siguiendo. Siempre pasa así, allá a donde viajan los hombres viajan sus miedos, sus monstruos y sus maldiciones. Agazapadas en los rincones más oscuros de las bodegas de los barcos en los que viajaban los inmigrantes, entre los baúles llenos de ropas y enseres, los esquejes de viñas y de naranjos cuyo destino era ser plantados en las nuevas tierras, y los animales de cría destinados a procrear los rebaños que las recorrerían, había cosas antiguas, astutas, siniestras y malévolas, para las que la nueva tierra también era una tierra de oportunidades. Una de aquellas cosas vino siguiendo a los pastores rumanos que fundaron este pueblo. Con la astucia adquirida a lo largo de muchos siglos y muchas vidas, mientras los pastores se afanaban en levantar edificios, abrir pozos de agua y alimentar a las ovejas enflaquecidas por el largo viaje por mar, aquella cosa se las arregló para adquirir las propiedades de todos los terrenos de pasto del condado. Porque el que posee la tierra lo posee todo; eso lo sabe muy bien el hombre blanco, y despreciar ese hecho fue el gran error del hombre rojo, quien creía que la tierra, como el aire, los ríos, el cielo o las nubes, no se puede poseer. Demasiado tarde se dio cuenta de que sí se podía: cuando el hombre blanco ya la poseía toda. Pero aquella cosa sí que lo sabía.
—Y aquella cosa ¿Es ese Comodoro del que habláis? —preguntó Bonnechance. —Ahora se hace llamar así—respondió el Padre Veracruz— pero ha tenido muchos nombres, y ha ostentado muchos títulos, tantos como vidas. Y en varios siglos le ha dado tiempo de vivir muchas vidas. Cabalgábamos los tres, el Padre, el señor Bonnechance y yo, por el desierto, hacia el territorio de los apaches mezcaleros. O eso decía el Padre, que era quien había fijado la ruta. Tras haber sido rescatados por la providencial intervención del señor Bonnechance, habíamos recogido nuestras cosas de la iglesia (incluyendo las cabezas de Albino Jim y Orlock) y nos habíamos marchado. Los habitantes del pueblo no intentaron seguirnos, supongo que estaban muy satisfechos por perdernos de vista. Tras cabalgar unas pocas millas hacia el Oeste, dejamos de tener encima la densa capa de nubes negras, y sentimos sobre nuestras cabezas el calor abrasador de un sol al que yo no estaba acostumbrado. —Cuando se hizo con todas las tierras, tomó posesión del pueblo, y de sus gentes—continuó el Padre Veracruz— pero esa parte de la historia nos la debe contar nuestro amigo Ismael. —Yo era muy niño aun cuando el Comodoro llegó a la región—intervine—Pero de algo me acuerdo, y algo más me han contado. Me dijeron que vino de noche, en un carromato cerrado pintado de negro, escoltado por un pequeño ejército de pistoleros blancos e indios cheyenes. De los llamados Guerreros Perro. En mitad de la pradera construyeron ese rancho grande como un castillo, que ahora se llama Rancho Bran. Y allí se quedaron. Nunca venían al pueblo, ni siquiera a comprar provisiones. » Poco después, una espesa nube negra que el viento arrastraba desde el Este, desde donde se erigía el rancho, se instalósobre el pueblo. Los lugareños se prepararon para sufrir el aguacero, pero éste no se produjo. Y la nube permaneció allí, inmóvil, como si el cielo fuera un lienzo y Dios, o el diablo, allí la hubieran pintado.Nos habituamos a dejar de ver el sol, y a vivir bajo la sombra de esa nube. El humor de la gente se volvió algo más sombrío, claro. Es lo que te sucede cuando pasas demasiado tiempo sin ver la luz del sol. » Y entonces se declaró una epidemia de brucelosis entre el ganado, y las ovejas empezaron a morir. Morían tantas y tan deprisa, que no daba tiempo a enterrarlas, había que amontonar los cadáveres en algún descampado y prenderles fuego. Cuando los ovejeros hacían eso, el pueblo se llenaba de un humo negro denso y grasiento, y todo olía a barbacoa y a lana quemada. » Poco después, fueron sus pastores los que empezaron a morir. Los hombres, de la brucelosis que les contagiaban las ovejas, y las mujeres, de una extraña anemia que las debilitaba y las volvía pálidas y lánguidas, hasta que, finalmente, morían.Mi padre murió de brucelosis, como los ovejeros. Poco después, mi madre enfermó de aquella misteriosa anemia. Y empezó a sufrir pesadillas: decía que por la noche, en sueños, una sombra oscura con ojos rojos y encendidos como brasas se filtraba por la ventana y la envolvía en un abrazo cálido y húmedo como el bochorno del verano indio. Tenía dos punzadas en el cuello, como si la hubiera mordido un murciélago del ganado, de esos que les chupan la sangre a las reses. —He oído hablar de esos murciélagos a ganaderos que venían del sur de México—dijo Bonnechance— Pero creí que no se encontraban tan al norte… —Y es cierto. Son animales tropicales, no se encuentran tan al norte. Pero las picaduras que tenía mi madre en el cuello eran iguales que las que producían esos murciélagos en las reses. —¿Qué le pasó a tu madre? —Se fue debilitando, hasta que finalmente murió. O eso creímos. Para el velatorio la colocamos en un ataúd sobre caballetes en el saloon, como era la costumbre. Yo me quedé a velarla por la noche. Me senté en una silla, apoyé los codos en una mesa y me quedé dormido. » Me desperté de pronto, cuando ya era noche cerrada, porque oía la voz de mi madre, en su entonación más dulce, llamándome por mi nombre. —Ismael… ven, Ismael. » Miré hacia el ataúd y vi a mi madre sentada dentro de él, con el torso bien erguido, el cutis muy pálido y los labios muy rojos. Sonreía y me miraba con un brillo en los ojos que no le había visto nunca. Me hacía señas para que me acercara, con una mano tan pálida como su rostro. Debería haberme asustado, pero por alguna razón no lo hice; al contrario, me sentía muy bien, y me invadía un vehemente deseo de ir a abrazar a mi madre. De hecho, me levanté para hacerlo. —¿Y qué pasó? —Que apareció el Comodoro en persona. Entró por la puerta, y le dijo a mi madre algo así como “No le toques. Ese muchacho es mío”. Pasó por mi lado y me miró con sus ojos grandes y grises. Tiene una mirada penetrante, que te atraviesa. Es un hombre de aspecto imponente, algo, delgado y pálido, con una perilla muy negra que enmarca unos labios muy rojos, plenos, sensuales. Cogió a mi madre de la mano y se la llevó. No vi a dónde, porque nada más salir por la puerta del saloon desaparecieron. Yo salí tras ellos y no vi a nadie, sólo la calle desierta. Pero supongo que la llevó a su rancho. Corrí a la iglesia y se lo conté al predicador, que era un escocés tosco, de larga barba pelirroja y demasiado aficionado al whisky, pero un hombre valiente y cabal. Por la mañana, tras sacarse de encima la borrachera, cogió su rifle y su caballo y se dirigió hacia el Rancho de Bran. Pasó un día y una noche sin que tuviéramos noticias de él. Al amanecer de la segunda noche, descubrimos la cabeza del predicador colgada de la puerta de su iglesia, por la barba. La barandilla de la escalera estaba adornada con unas guirnaldas viscosas y ensangrentadas, que resultaron ser sus intestinos. —¿Y el resto del cuerpo? —Nunca encontramos el resto del cuerpo. Pero en mitad de la calle mayor estaban el Comodoro y Albino Jim, montados en sus caballos, y las manos de ambos estaban rojas y húmedas de sangre fresca. El Comodoro esperó a que la gente se congregara ante la puerta de la iglesia, a mirar la cabeza y las tripas del predicador, y entonces se dirigió a la multitud. Y dijo: “A partir de hoy tenéis un sheriff en el pueblo, y será este hombre, Albino Jim. Él se encargará de que os portéis bien”. Picó espuelas y se marchó. Albino Jim se quedó. Poco después llegaron Orlock y Betty la Roja. Y en ese momento tuve que interrumpir mi historia, porque el Padre Veracruz había detenido su caballo y, con gestos, me mandó callar. —Parece que ya hemos llegado—susurró. Miré a mi alrededor. Estábamos en una parte del desierto donde no había más que unos pocos cactus y unas formaciones rocosas que rompían la plana monotonía del territorio. De detrás de aquellas formaciones rocosas salían indios a caballo, muchos indios, vestidos a la usanza apache. No decían nada y no llevaban pinturas de guerra, pero estaban armados, con viejas carabinas Sharp de un solo tiro, como las que antes usaba el ejército. Nos rodearon, en formación de herradura. Próximo capítulo:


Lobo Gris