Territorio comanche

Publicado el 26 diciembre 2018 por Daniel Guerrero Bonet

Presidentes Sánchez y Torra en Barcelona

El Gobierno socialista de Pedro Sánchez ha decido voluntariamente celebrar un Consejo de Ministros en Barcelona, exponiéndose a que el acto fuera considerado una provocación por los independentistas de Cataluña, incluso por el propio gobierno autonómico –como en principio ha sucedido- y que las manifestaciones de protestas de los radicales encendieran las calles y tomaran los alrededores de la Llotja del Mar, antigua Lonja de los mercaderes, lugar de la reunión. Contra ambas reacciones se entregaron de lleno los estrategas de La Moncloa, logrando reducir considerablemente el sarpullido de la Generalitat con la celebración de un encuentro entre los presidentes de ambos Ejecutivos, por un lado, y de los vicepresidentes y dos miembros más de sus respectivos gobiernos, por otro lado, el día anterior al Consejo de Ministros. Y para evitar altercados de importancia, las calles fueron controladas por un fuerte dispositivo policial, perfectamente coordinado entre los Mossos d´Esquadra, la Guardia Civil y la Policía Nacional, que evidenció una colaboración y una eficaz unidad de acción que brillaron por su ausencia durante el referéndum ilegal celebrado en octubre de 2017. Hay que reconocer, por tanto, que la aventura por “territorio comanche” del Gobierno español ha sido todo lo fructífera y pacífica que cabía esperar, a pesar de las dudas y temores iniciales. Porque, más que enervar los ánimos, cosa imposible cuando ya lo estaban, la decisión de Pedro Sánchez ha servido para incidir en la vía del diálogo y el respeto al “ordenamiento jurídico” como procedimiento para abordar el “conflicto” catalán. Es decir, ha “visibilizado” su intención en la búsqueda de esa solución política que debiera tener un problema político que divide a la sociedad catalana, aunque los resultados hayan sido pobres.

Y es que toda incursión en territorio hostil extraña riesgos. Primero, por ser un territorio que no se controla y los encontronazos que provocará con quienes rechazan cualquier acercamiento pacífico entre las partes, como ha pasado. Los radicales del independentismo hicieron todo lo posible por demostrar su ira contra lo que consideraban una “provocación” por parte del Gobierno. Pretendieron tomar las calles, cortar algunas carreteras e impedir los accesos al lugar de celebración del Consejo, pero no lo consiguieron. Salvo escasos abucheos, intentos de manifestación y breves forcejeos con las fuerzas policiales, que se saldaron con trece detenciones y algunas contusiones, el objetivo de sabotear el acto fue fallido, por mucho que grupos autónomos de las CDR lo persiguieran con sus escaramuzas una y otra vez. Barcelona estaba blindada, es cierto, pero también eran minoritarios los encapuchados y violentos que intentaron imponer el caos sin conseguirlo.

Partícipes de la reunión en Cataluña

Otro peligro era la actitud intransigente de la Generalitat de Cataluña, una Administración autónoma que debía comportarse como anfitrión del Gobierno de la nación en su voluntad de descentralizar las reuniones del Consejo de Ministros (Ya había celebrado otro Consejo en Andalucía, meses antes, y están previstos nuevos emplazamientos en otras comunidades autónomas). Los recelos con que inicialmente se recibió esta reunión del Consejo en tierras catalanas, calificada de provocación, fueron eliminados con una doble sesión de encuentros bilaterales, entre Pedro Sánchez y Quim Torra (presidentes de ambos Ejecutivos), por un lado, y de los vicepresidentes y dos miembros de ambos gobiernos, por el otro, que constituyó el preludio de un Consejo ministerial del que surgiría un comunicado por el que ambas Administraciones apostaban por la vía del diálogo y el respeto al ordenamiento jurídico como forma de encauzar la crisis catalana. Tal era el exiguo resultado político buscado con esta aventura por territorio comanche que ha dejado insatisfechos a todos, menos al Gobierno de la Nación, debido a que expresa una imprecisa y vaga voluntad de entendimiento antes que la firme determinación por materializar en hechos tal diálogo. Es decir, supone una política de gestos más que de contenidos. Nada extraño por cuanto, de una parte, la endeble minoría parlamentaria del Gobierno no le permite diseñar ninguna iniciativa política de largo alcance con garantía de éxito y permanencia, estando expuesto constantemente a pactos con otras formaciones divergentes entre sí. Y, por la otra, porque el Govern no explicita claramente su renuncia a medidas unilaterales y de desobediencia a la legalidad constitucional a la hora de defender sus objetivos independentistas. Más que falta de sintonía, ambos gobiernos carecen de “seguridades” con las que entablar ningún diálogo desde el convencimiento, la lealtad institucional y la grandeza de miras que debieran presidir las negociaciones de un conflicto de esta envergadura. Los ejecutivos nacional y catalán están cautivos de sus miedos e hipotecas. Por eso, por mucho que uno insista en la vía del acercamiento y deshielo hacia la Generalitat y el otro en su afán soberanista “sin violencia”, es prácticamente imposible, sin defraudar a quienes los apoyan, acordar ninguna solución, viable jurídicamente y políticamente aceptable, al desafío catalán de convivencia con España que concite el consenso mayoritario de los respectivos parlamentos.Lo que llama la atención de este asunto territorial es que, cuando la ofensiva más grave y sangrienta contra la integridad nacional –como fue el terrorismo etarra- finalmente pudo ser superada con la desaparición de la banda, emerge ahora el “conflicto” catalán, tomando el relevo de la pulsión secesionista, y se convierte en la mayor amenaza contra la unidad del Estado. Ninguna de esas dos regiones, País Vasco y Cataluña, habían sido entidades independientes en sus orígenes ni colonizadas por una Castilla imperial, sino que fueron parte de los reinos que configuraron, a lo largo de la historia, el surgimiento de España como país y del que ahora desean separarse. La primera lo intentó durante décadas mediante el empleo indiscriminado de la violencia terrorista y, la segunda, por medio del desacato constitucional y la unilateralidad sediciosa, sin que ambas regiones, hasta la fecha, lo consiguieran. Pero el problema persiste y la tensión se acrecienta. El Estado de las Autonomías ha intentado, con la restauración de la democracia, satisfacer las legítimas aspiraciones de autogobierno de estas comunidades que temporalmente aparcaron sus ambiciones secesionistas, siempre latentes, mientras se repartía el “café para todos” al conjunto de comunidades. Y cuando todas alcanzan idéntico techo competencial, todas disfrutan del mismo nivel de autogobierno, a estas comunidades “históricas” ya no les satisface ser simples autonomías porque aspiran a la plena independencia. Y, ante ello, Cataluña parece haber hallado el modo antipático de lograrlo, forzando la desobediencia civil y la deslealtad institucional, con el apoyo de cerca de la mitad de su población. Un problema al que la política, no los jueces ni el ejército, ha de encontrar salida.Sánchez lo intenta, granjeándose la crítica desaforada de la oposición, el desconcierto entre los suyos y el desprecio de los independentistas, que se encuentran divididos entre los que no excluyen la ruptura unilateral y quienes buscan ensanchar el apoyo social mediante el diálogo y la negociación. Tanto desde el Partido Popular como desde Ciudadanos y Vox se acusa al presidente del Gobierno de “traicionar” a España y de “humillarla”, al actuar con una “irresponsabilidad histórica” por hablar con el presidente catalán. Creen haber encontrado munición para atacar al Ejecutivo socialista y tacharlo de débil y rehén de los nacionalistas, por precisar sus votos para mantenerse en el Gobierno y, acaso, aprobar en enero próximo los Presupuestos del Estado, pero olvidan que la vía del diálogo fue la que impulsó a Adolfo Suárez a negociar con Josep Tarradellas y estar presente en Barcelona durante su investidura como primer president de la Generalitat de la democracia, en 1977. O la que movió al rey Juan Carlos I a iniciar sus visitas oficiales a las comunidades autónomas por la Casa de Juntas de Gernika. Y la que hizo de Aznar el presidente español que más concesiones hiciera al nacionalismo catalán –hasta la Guardia Civil tuvo que abandonar las carreteras de Cataluña- cuando convino para sostener su Gobierno. O la que llevó a Zapatero a promover la reforma del Estatuto catalán, que posteriormente el Tribunal Constitucional recortaría a instancias del Partido Popular, convencido de que así satisfacía las ambiciones independentistas de los nacionalistas. Incluso, la vía que promueve como imprescindible el candidato de Ciudadanos a la alcaldía de Barcelona, Manuel Valls, desmarcándose abiertamente del líder de la formación bajo la que se presenta. Hasta el rey, en el último mensaje navideño, hace un llamamiento a la reconciliación y la concordia, apelando a los políticos que “lleguen a acuerdos por muy distanciadas que estén sus ideas”.Todos, en fin, apuestan por el diálogo, pero pocos lo practican. Y quien se atreve se expone al insulto, la crítica y al más destructivo de los disensos: el que lo niega todo y obstaculiza cualquier avance. Por tal razón no se hace hincapié en el “marco de seguridad jurídica” al que ha de atenerse cualquier acuerdo sobre el “conflicto” catalán, según lo acordado en la reunión entre ambos presidentes. Y es que para la derecha nacionalista española se trata de una cesión al independentismo, puesto que su única receta es la “reaplicación” del artículo 155 y la intervención de la Autonomía, y para los radicales del independentismo es rebajarse al respeto constitucional y cortar toda posibilidad de un referéndum de autodeterminación. Tampoco se da importancia al aumento histórico del salario mínimo interprofesional acordado en ese Consejo de Ministros y la subida de sueldo a los funcionarios, medidas de fuerte impacto económico que persiguen corregir las devaluaciones salariales sufridas por estos trabajadores durante la pasada crisis financiera. Ni se valoran los gestos simbólicos hacia Cataluña, en un intento por respetar su identidad y sus figuras, con el cambio de nombre del aeródromo del Prat, en Barcelona, como aeropuerto Josep Tarradellas y con la declaración contra la condena (no anulación, que jurídicamente es más compleja) al que fuera presidente de la Generalitat, Lluís Companys, fusilado por la dictadura franquista.Contra unos y otros, la incursión por territorio comanche ha posibilitado un frágil diálogo, pero diálogo al fin, entre el Gobierno y la Generalitat como única vía posible e idónea con la que enfrentar el grave problema catalán, cosa que el tiempo determinará si es acertado o no, aunque seguro que no suficiente, para encauzar pacíficamente y desde la racionalidad las tensiones centrípetas existentes en aquella comunidad. Porque la verdad es que, a pesar de la creencia común, ningún asunto complejo tiene una solución simple o fácil.