Cuando Steven Moffat tomó los mandos de la serie, sabíamos que Doctor Who iba a pegar un enorme salto de calidad. Las temporadas anteriores, protagonizadas por David Tennant, tenían a veces demasiadas trampas de guión y demasiados giros que no terminábamos de creérnoslos, por no mencionar detalles como su escaso presupuesto, casi algo normal en la serie, pero que acababa resintiéndose ante la idea de abarcar cada vez más y más. Con Moffat, todo cambió. Desde el rostro del Doctor, a quien interpreta un brillante Matt Smith, hasta la TARDIS, la inimitable cabina azul, y por supuesto, la historia de los acompañantes.
The Angels Take Manhattan, episodio emitido este sábado pasado, era un capítulo especial. No sólo porque el equipo se había trasladado a la ciudad de Nueva York para grabarlo, algo impensable en la mayoría de las series (no olvidemos que se trata de un producto británico) sino porque significaba el fin de una época que empezó cuando Smith emergió de entre las cenizas de la regeneración. Era la despedida de los Pond.
Centrémonos, con la certeza de que a partir de aquí está lleno de SPOILERS. La cuarta temporada de Doctor Who (a la que añadieron un par de capítulos especiales) acababa con el Doctor despidiéndose de todos los acompañantes que había tenido hasta el momento, ya que se encontraba herido de muerte. Tras acabar con su arco argumental más romántico y largo (Rose Tyler), el último de los Señores del Tiempo abandonaba la Tierra preparándose para morir. Como ha ocurrido varias veces desde el inicio de la serie, el Doctor se regenera y un nuevo actor recoge el testigo del papel. Es el momento de volver a empezar.
De empezar desde cero, pues ya no existen ni Rose Tyler, ni Martha Jones, ni el capitán Jack ni el rostro de Boe, y de hacerlo a lo grande. El nuevo Doctor entra en nosotros en el especial “The Eleventh Hour”, donde se estrella en el jardín de una niña que está aterrada porque ha encontrado una grieta en su pared. El Doctor, mientras intenta adaptarse a su nuevo cuerpo, descubrirá que la grieta no está en la pared del cuarto de la niña, sino en el universo. Podrían tirar la pared y la grieta seguiría allí. Este punto de partida le sirvió a Moffat para introducir unos compañeros diferentes a los demás, y también, una trama que se acabaría alargando durante dos temporadas y media y que contaría con algunos de los mejores episodios de la televisión actual. El Doctor y Amy Pond se separan durante un tiempo, y ella vive toda su infancia pensando que se trataba de un amigo imaginario, hasta que regresa doce años más tarde y salva a la Tierra una vez más.
Acompañada de Amy Pond, a quien más tarde seguirá su novio Rory Williams, el más claro ejemplo de un luchador incansable por abandonar la friendzone y conquistar a la mujer de sus sueños, con el inevitable momento de convertirse en un centurión romano por el que hemos pasado todos, viajarán a lo largo del tiempo y del espacio de una forma que los guionistas anteriores no habían aprovechado. Y lo interesante es que, por una vez, no hay tensión sexual entre el Doctor y sus acompañantes, sino que parece, más bien, un niño grande de novecientos años entusiasmado por viajar y conocer el universo.
A lo largo de su historia, vemos cómo salvan ballenas en el espacio exterior, cómo aportan inspiración a uno de los mejores pintores del mundo, Vincent Van Gogh, cómo luchan contra alienígenas muy parecidos a los vampiros en Venecia, y cómo hacen frente a clásicos de la serie como los Dalek o los Ángeles llorosos, sin dejar al margen sucesos tan impresionantes como la aparición de Silencio, la recuperación del personaje de River Song o incluso, la propia muerte del Doctor, donde vemos que tras más de mil doscientos años, nuestro viajero en el tiempo favorito encontraba finalmente la muerte en el Lago Silencio, en Utah, en el año 2011.
Durante los últimos capítulos, sabíamos que lo que más temía el Doctor era que llegase el final, que Amy y Rory, que al fin y al cabo, envejecen como personas normales y corrientes, se quedasen atrás. The Angels take Manhattan era el momento en que eso ocurriría, y conociendo a los desarrolladores del show, nos temíamos un final parecido al de Sherlock, sobre todo cuando vimos que el episodio recuperaría a los Ángeles Llorosos, estatuas de piedra que sólo se mueven cuando dejas de mirarlas.
El capítulo tiene muchos pequeños guiños, más pensados para los espectadores que para los personajes en sí. El Doctor, leyendo una novela en Central Park, nos confiesa que lo que suele hacer es arrancar la última página de todos los libros que lee. Sin última página, no hay final, y él odia los finales. Nosotros entendemos que esa frase intenta decirnos que todos los odiamos, porque al acabar ese capítulo, ya no habrá Amy y Rory nunca más. Es un cierre definitivo, no aparecerán dentro de un año. Se acabó para siempre. Rory, además, se sorprende de que el Doctor parezca “colgado” por un personaje de ficción, lo que es otra colleja más al público.
Los ángeles tienen un edificio en Manhattan donde tienen encerradas a varias personas. Es como una cárcel, ya que cada vez que alguien intenta escapar, los ángeles le tocan y le envían al mismo lugar, pero cuarenta años antes. Al ser seres que se alimentan de la energía temporal, aquel lugar es como una granja para ellos donde mantienen vivas a sus presas. Pronto adivinamos que Rory se topará en algún momento del capitulo con un ángel, y que le enviará al pasado, dejándole morir sólo en una habitación. Rory decide sacrificarse saltando desde lo alto de una azotea para crear una paradoja y así evitar ese futuro, pero Amy decide saltar con él. Lo harán juntos, o no lo hará nadie.
Así, logran evitar que los ángeles creen el edificio, y cambiar el curso de su propia historia, a pesar de que la novela que les sirve como guía en la maraña de líneas temporales anuncie que, para el final, los Pond habrán desaparecido. Hay más guiños acerca de no dejarnos llevar por las ganas de ver el final, de pasar el capítulo hasta ver cómo acaba y luego sentarnos a verlo, con la certeza de qué pasará. Las historias suelen ser tristes porque se acaban, pero tienen que hacerlo de alguna forma, y es mejor que lleguen a nosotros en vez de forzarlas, o de intentar adelantarnos a nuestro futuro. Más que en la brillantez de la historia, la gracia del guión reside en la sensación de despedida, y en el tratamiento que hacen sobre la idea de un final que siempre llega.
Con Amy y Rory, alejados para siempre del Doctor, queda una última imagen, un cierre perfecto en forma de epílogo de la novela, escrito por Amy desde el lugar en el tiempo al que les enviaron los ángeles llorosos, y donde entendemos que aunque haya llegado el final, ha sido un viaje increíble lleno de buenos momentos, que empezó con una niña esperando en su jardín, y donde, creo yo, se encuentra ahora mismo, esperando a su amigo imaginario.