Estudiar una carrera larga en una universidad pequeña deja huella. Sobretodo si te conviertes en un estudiante mediocre de los que viven abonados a las academias, las bibliotecas y las colas eternas en la fotocopiadora. Los malos estudiantes somos un club selecto que aprende a funcionar en condiciones de convivencia extrema. Los buenos estudiantes se ven de jornada lectiva en jornada lectiva y se despiden con grandes abrazos cada junio hasta el curso siguiente. Qué hará está gente en verano no me lo explico. Aburrirse supongo.
Los malos estudiantes en cambio, estamos condenados a entendernos a base de encontrarnos sin remedio en convocatorias sucesivas de la misma asignatura y pasar horas sin fin en academias de mala muerte y bibliotecas de las que no cierran ni en Nochebuena. Agosto es el mes de los malos estudiantes por excelencia. En Madrid sólo quedábamos nosotros y el retén de emergencia que nos prestaba los servicios mínimos: La biblioteca, el bar de enfrente y el workcenter.
Íbamos a la biblioteca los siete días de la semana. Por principio. En teoría desde por la mañana y en la práctica desde después de la siesta. El ritual era de una rigidez espartana. El primero que llegara cogía sitio para los demás plantando los mismos apuntes sin usar en sitios estratégicamente localizados para tener en el campo de visión a los que considerábamos los especímenes más interesante de la biblioteca. El gordo con narcolepsia, el del tic que necesitaba igualarse, el del chándal infame y un largo etcétera. Luego se salía al descansillo hasta que llegara el resto.
Cuando ya estábamos todos nos íbamos a por el café al bar de enfrente. De postre un par de cañas y si el día venía feo un gintonic. Acto seguido volvíamos a personarnos en las instalaciones para fumarnos un paquete de últimos cigarros en cadena. Esto nos podía llevar entre dos y tres horas y solía unirse con el piscolabis de media tarde. De vuelta al bar a comentar la jugada de las últimas horas. Que si el del chándal le había tirado los tejos a la de los pantalones de campana. Que si la del jersey rojo parece otra desde que le han quitado los brackets…
Llegamos a hacernos tan fuertes en el descansillo que como MacGyver tuvimos que valernos de lo poco que teníamos a mano para pasar la tarde sin tener que estudiar. Nuestro plan era perfecto. Valiéndonos de unos de los primeros móviles en manos de nuestra generación nos hicimos con el número de la cabina de la biblioteca. Con el número a buen recaudo en la memoria para veinte registros del Sonny Ericson con tapa de mi amiga la de Ibiza, nos situábamos estratégicamente por el descansillo para no levantar sospechas. Dos hacían que hablaban, otros dos que estaban intercambiando apuntes y el otro fumaba con la vista perdida.
Luego esperábamos a que alguna víctima propicia pasara por delante de la cabina de camino al baño. En el momento justo, ni un paso antes ni uno después, la hacíamos sonar para sorpresa y desconcierto del pobre incauto. Unos contestaban. Otros miraban con recelo y seguían hacia al baño. Otros pasaban de largo y luego volvían. Nosotros aprovechábamos para colgar en cuanto descolgaban y volver a llamar en cuanto volvían a salir del baño. Vaya gracia pensarán ustedes. No se hacen una idea.
Otro día les contaré la historia de cuando nos dejaron encerrados dentro de la biblioteca y tuvimos que huir por la capilla sorteando a las cámaras de seguridad para luego, con las mismas, volver a entrar.
En fin señores, va por ustedes. ¡Qué viva Septiembre!
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