La original
crazy gang se remonta a la década de los treinta, años inicialmente estables en la pintura del mapa británico pero teñidos de totalitarismos, persecuciones y penurias en el resto del mundo. Mientras Picasso pintaba el Guernica, seis cómicos londinenses amenizaban los tiempos de trincheras a la población rasa en el Victoria Palace Theatre. Se trataba de funciones cómicas aderezadas de irreverencia, moderna entonces y transgresora casi por definición. La familia real británica se contaba entre sus mejores adeptos, llegando la “pandilla de locos” (traducción literal) a actuar exclusivamente para Jorge VI. En tiempos de guerra, la desfachatez sobre el escenario se antojaba necesaria.El apodo iba a viajar en el tiempo hasta mediados de los ochenta. Pero era otra época. La guerra se había convertido en paz, los hombres ya no se ocultaban bajo la tierra sino que esos agujeros se habían disfrazado de cómodos sofás tapizados floralmente. Esconderse estaba anticuado. Inglaterra se abría a la nueva economía transformando su clásica industria pesada en servicios y turismo. Era difícil encontrar vestigios de belicidad. Incluso la desvergüenza y el impudor propios del mundo de la farándula se entendían como algo experimental, propio de la inmadurez o del espectáculo más inofensivo que podía protagonizar cualquier iluso hijo de minero de Eckington. Sin embargo, algo se movía en el interior de varios hombres que comenzaron a vivir como siempre habían imaginado. Ya dijo el sabio Shankly que “el fútbol no es cuestión de vida o muerte, sino algo mucho, mucho más importante que eso” y la nueva Crazy gang iba a tomar nota de la sentencia. Si el fútbol era el viejo, y a la vez nuevo, entretenimiento social, ellos lo iban a convertir en algo más serio. Eran los ochenta, la vida se entendía como un vehículo agradable, placentero y optimista sobre el viaje. Pero los guerreros del asfalto, ávidos de inquietud vital, querían convertir los intermedios de fin de semana en adrenalina pura. Y es que, no mucho tiempo atrás, la vida no se entendía sin sangre. Eran los ochenta y estaba a punto de nacer la nueva Crazy gang.El Wimbledon Football Club estaba escribiendo con tinta e ilusión una nueva historia de superación y éxito en el siempre complicado libro de la realidad. En 1982 jugaba en la Fourth Division; cuatro años más tarde ya había conseguido el ascenso a la First Division (actual Premier League). El entrenador era Dave Bassett, un antiguo ídolo para la grada womble al haber formado parte del, hasta entonces, mejor Wimbledon de la historia, el que superó cuatro rondas de la FA Cup en 1975. Desde el banquillo, Bassett vivió cinco temporadas magníficas en las que afición, directiva, cuerpo técnico y jugadores fueron formando una sociedad futbolística y humana cada vez más afianzada. El club y su entorno se comportaban como una comunidad con diferentes clases jerárquicas pero con un discurso común a todas ellas. La heterogeneidad de nombres y hombres se convertía en un ejército de lo más homogéneo, sin resquicios, cuando el árbitro indicaba el comienzo de los partidos. Un ámbar infranqueable de voluntades se estaba construyendo en Plough Lane. Y a ello contribuyeron de un modo fundamental los cuatro jugadores que se iban a convertir en los pilares de la tropa. Llegaron de un modo gradual. En 1984 se incorporó Lawrie Sánchez, un delantero londinense de padre ecuatoriano al que el destino había elegido para marcar los dos goles más importantes de la historia del club (el primero supuso el ascenso a la First, el segundo trajo el primer título). Un año después, llegó al equipo Dennis Wise, un durísimo centrocampista que podía encajar perfectamente en el paradigma de futbolista hooligan inglés, tanto dentro como fuera del campo. Cuando el equipo estaba en plena lucha por subir a la máxima categoría, se fichó a John Fashanu, ariete de sangre africana cuya historia personal tras retirarse del fútbol destrozaría en pedazos el interés y trascendencia de su vida deportiva en un guión cinematográfico. Como colofón, con el Wimbledon en la First Division llegó Vinnie Jones a la plantilla. Procedente de la segunda división sueca, Jones personalizó la firma del tratado de guerra de The Dons contra el fútbol inglés.
“Si podemos vender Newcastle Brown en Japón y el Wimbledon puede llegar a la First Division, entonces no hay seguramente nada fuera de nuestro alcance”, Margaret ThatcherEl presidente de aquel Wimbledon era SamHammam, un excéntrico ingeniero libanés que invirtió en diversos clubes ingleses durante el siglo pasado. Nunca pareció el más adecuado para poner en vereda a los jugadores; incluso muchos de los damnificados por las novatadas pensaban que él estaba detrás del diseño de algunas. El delantero internacional Dean Holdsworth llegó al club en 1992 y cuenta que tuvo suerte de incorporarse “una semana más tarde de la marcha de Vinnie Jones. Nadie estaba a salvo. Pensábamos que el presidente estaba detrás de varias bromas hasta que uno de los cabecillas de la plantilla cogió el coche de Hammam, lo condujo varias millas a las afueras de la ciudad y lo dejo abandonado. Al día siguiente, fuimos todos a su despacho y el culpable le dio las llaves y le dijo que su coche estaba en un área de diez millas cuadradas alrededor del estadio y que podía ir a buscarlo cuando quisiera. Varias semanas después, el presidente seguía yendo al trabajo caminando”.
“El himno del Liverpool es ´nunca caminarás solo`. El del Wimbledon es ´nunca volverás a caminar`”, Tommy Docherty, entrenador del fútbol inglés.
Los méritos propios, los deméritos contrarios, el dichoso destino, la suerte… sea como fuere, el gran día del Wimbledon estaba por llegar. Y sucedió el 14 de mayo de 1988. Con Bobby Gould en el banquillo, los dons se plantaron en la final de la FA Cup a disputar ante el Liverpool. El club de Anfield simbolizaba por entonces la aristocracia del balompié. Había ganado cuatro Copas de Europa durante los once años anteriores. Sumaba dos dobletes locales en las últimas tres temporadas y estaba considerado como uno de los mejores Liverpool vistos sobre el césped. La presentación previa de los contendientes dejaba claro que lo que se iba a vivir era más una discusión ideológica sin parangón que un partido de fútbol. Los reds gozaban del favor popular gracias a su inercia al éxito, su condición de embajadores ingleses, su brillante historia y la presencia de jugadores imposibles de emparentar con la antipatía. John Barnes acababa de llegar y lucía, elegante y veloz, como uno de los mejores extremos del momento. Peter Beardsley estaba en el culmen de su carrera y era el capitán de la selección inglesa. Y por encima de ellos, en el escalón de las leyendas jugaba King Kenny. Dalglish estaba cerca de su retiro y quería agotar la batería con el máximo número posible de títulos. Vinnie Jones sabía de su importancia dentro y fuera del campo, su instinto combativo se lo había susurrado durante los días anteriores al partido. Jones había declarado que iba “a arrancarle la oreja a Dalglish de un mordisco y escupirla a un agujero”. Con rojos y azules en el túnel de vestuarios, el Wimbledon disparó por primera vez. Las palmadas sobre el cemento del túnel de Wembley se acompasaron con el grito “in the hole, in the hole” en referencia al lugar donde teóricamente acabaría el pabellón auricular de Dalglish. Cuentan que Kenny se dirigió a uno de los directivos de la FA allí presentes para expresar su queja. El partido ya había comenzado.El choque fue intenso, tosco, emocionante y épico. Una final cotidiana dentro del carácter extraordinariamente eléctrico de las mismas. El Liverpool se mostró impreciso e incómodo, especialmente a raíz del gol de Lawrie Sánchez a pase de Wise en la primera parte. El Wimbledon, a base de dureza, solidez y entusiasmo, estaba consiguiendo desquiciar al rico de la urbanización. Esta vez, la violencia no fue más allá. Como si vistiera sus mejores galas en una recepción, los dons dejaron atrás sus malísimos modos, aunque fuera de una manera más aparente que real, y se limitaron a intentar ganar el partido. Con rudeza, eso sí. La historia se mitificó un poco más cuando el portero del Wimbledon, Dave Beasant, caracterizado por la naturaleza como estrella setentera del glam, detuvo a John Aldridge el primer penalti de la historia de las finales de la FA Cup. El asedio posterior de los reds sobre su portería no tuvo premio. El árbitro pitó el final del partido. El Wimbledon había ganado la FA Cup. John Motson, comentarista de la BBC, afirmó emocionado: “The Crazy Gang have beaten the Culture Club!”. Había nacido la nueva Crazy gang.
John Fashanu llegó al Wimbledon unos pocos meses antes que Jones. Hijo de un abogado nigeriano, John se crió junto a su hermano Justin en una casa de acogida tras la separación de sus padres. No se le atribuye una carrera deportiva de trascendencia hasta su llegada al Crystal Palace y, posteriormente, al club de Plough Lane. Sus cuatro goles en los nueve partidos restantes de la temporada 85-86 ayudarían de un modo fundamental al ascenso del Wimbledon a la First Division. 126 goles, 2 internacionalidades y una fractura craneal al, por entonces, capitán del Tottenham (Gary Mabbutt) fueron las principales contribuciones de Fashanu al club a y la reputación de la Crazy Gang, respectivamente. Aunque no se puede negar que se trataba de dos caras, en ciertos momentos, iguales de una misma moneda. Tras ocho años en el Wimbledon, Fashanu se marchó al Aston Villa, donde una tremenda racha de lesiones importantes y un escándalo de partidos amañados empañaron y definieron el final de la carrera del delantero.
Durante los últimos años, las principales menciones a Fashanu han procedido de la prensa rosa, que se ha encargado de exprimir y exhibir los trapos sucios de la familia del delantero, amparados en su más que supuesta homofobia. La historia tiene como base a su hermano Justin, dedicado también al fútbol. A día de hoy, se le continúa considerando el primer jugador profesional en salir del armario en la historia del fútbol, además de ser el primer futbolista negro cuyo traspaso costó un millón de libras. Su estilo de vida y sus presuntos escándalos amorosos con la alta sociedad británica nunca fueron aceptados por su familia. Especialmente duro se mostró su hermano John cuando Justin fue acusado, injustificadamente según se supo luego, de abusar sexualmente de un menor de edad estadounidense. La presión en su profesión sobre su condición sexual y el distanciamiento respecto a sus seres queridos llevaron a Justin a una profunda depresión que acabó con su suicidio en 1998. Las declaraciones de John Fashanu sobre y durante la vida de su hermano no hicieron más que confirmar lo que muchos afirmaban en las islas. La empatía de Fashanu con sus colegas sobre el césped nunca llegó a hacer acto de presencia fuera del verde con su mayor compañero en la vida.
Dennis Frank Wise se vestía del jugador que todo equipo inglés necesita para calmar el instinto y el afán de representación de sus aficionados más radicales. Un centrocampista pegajoso, eléctrico, de altura reducida y amplísima tenacidad. Tan sufridor como sufrido, Wise representó como nadie la mezcla de competitividad, agresividad y provocación que fundamentaba aquel Wimbledon. Sin embargo, fue el único miembro de la Crazy Gang que logró terminar en uno de los grandes de las islas. Los dons fueron su trampolín para llegar en 1990 al Chelsea, donde permanecería once temporadas, alcanzando 21 internacionalidades y convirtiéndose en un símbolo del club. A Wise no le habría hecho falta tener enemigos para imprimir carácter a su carrera (Ferguson dijo de él que sería capaz de provocar una pelea en una casa vacía), pero por si acaso no daba la talla, el mediocentro (ay) se encargó de buscar problemas con los periodistas, a través de agresiones, con taxistas, mismo medio, y con rivales a los que, literalmente, mordió. Así actuó con Marcelino Elena en una semifinal de Recopa de Europa ante el Mallorca y con Savio Bortolini en una Supercopa Europea ante el Real Madrid.
Las letras futbolísticas de oro de Plough Lane se reservaron para Lawrie Sánchez. Beneficiadas ambas partes de su encuentro, de las botas del ariete de padre ecuatoriano y madre de Belfast salieron los goles del ascenso a la First y de la consecución de la FA Cup ante el Liverpool. Sánchez fue el brazo ejecutor del Wimbledon de los grandes éxitos. Supo entender el concepto extendido por la Crazy gang de un modo, por lo general, más discreto aunque cuentan que era el miembro con peor carácter. Tras dejar el fútbol, Sánchez comenzó sin ninguna pausa su carrera en los banquillos, siempre en las islas. Alternando Inglaterra con equipos y selección de Irlanda del Norte (llegó a ganar 3-2 a España en aquella fatídica noche de 2006 en Belfast), Sánchez se ha hecho un nombre de entrenador con carácter que, actualmente, trabaja en el Barnet Football Club en la Football League Two.
El afán de equipo, la competitividad, la creencia en uno mismo, la violencia y la rebeldía continua fueron las principales características de la Crazy gang, una generación de futbolistas que actuaron como matones de escuela durante su carrera en el Wimbledon. Como si hubieran estado asistiendo al parvulario, algunos de sus componentes aprendieron mejor que otros las lecciones que el fútbol les regaló para el resto de su vida. En el colegio siempre cuentan que lo importante viene después, que las clases son una simple preparación. Para esta pandilla incomprendida e imposible de comprender, el fútbol fue su recreo. Para ellos, el silbato final del árbitro cada fin de semana suponía el retorno a una estéril realidad, aburrida y nostálgica. Eso sí, siempre les quedará la última película de Vinnie como excusa para reunirse en pos de la melancolía, intercambiarse moratones y otras muestras de carácter y volver por un momento a aquella realidad militar y, sobre todo, feliz.