No estamos acostumbrados a ver a dos actores como Eisenberg y Segel en papeles como los que interpretan en The End of the Tour. El Mark Zuckerberg de La red social ahora es un reportero y periodista de la famosa revista Rolling Stone que pone su grabadora al servicio de la causa entrevistando al autor del libro La broma infinita, éxito de ventas allá por el año 1996 en Estados Unidos. Segel es David Foster Wallace, un tipo adornado con bandana en la cabeza, siguiendo las modas ochenteras, con una filosofía muy muy suya.
Quizás lo más impresionante e impresionable no lo encontramos en la entrevista de cinco días sino en todo lo que vivieron y se quedó grabado off the record en la memoria de cada uno de ellos cuando acabaron la gira que Wallace tenía programada buscando promocionar su obra, paseándose por programas de radio y librerías con firma de ejemplares incluido acompañados por una simpática guía y dos amistades o futuros ligues todo muy Stone y demasiado Rolling.
Las conclusiones a las que llega Eisenberg como David Lipsky y nosotros mismos es que a veces la primera impresión y todo lo que sabemos de una persona es en realidad una fachada y que nada es lo que parece muchas veces ocultando lo que en realidad se es, se piensa o se siente.
David Foster Wallace no se cree superior a la media pero los demás si lo piensan consiguiendo que no pueda relacionarse con una sociedad que no le entiende aislándole de ella y siendo víctima de una soledad solo mitigada por la compañía de sus dos perros que no le quieren pero le soportan. Su entrevistador si lo ha hecho identificándose con él pero sabiéndose diferente. Su intención al embarcarse en esa experiencia era saber si quería ser como él o por el contrario desviarse de su camino. De eso va esta The End of the tour. El director independiente James Ponsoldt consigue con este su cuarto film que cada uno de ellos reconozca su propio yo interior diferenciándolo del otro y buscando una singularidad propia.
Bajo la nieve de Illinois, lugar donde vive recluido Wallace, el director desnuda el alma de los dos escritores superventas endiosados por sus lectores pero más sencillos y comunes que ellos. La mayoría de las veces acaban devorados por los vicios más humanos como la comida basura o alienados por la TV y el cine más comercial, dominados por pasiones como el sexo o los celos y consumidos al final por pecados capitales como la envidia, la pereza o la soberbia.
El monólogo final en la habitación donde duerme cada noche Lipsky es una clara crítica a la tecnología que ha hecho que el ser humano se encuentre maniatado y sea víctima de ella alejándole de lo que debería ser, le ha convertido en una marioneta. De eso trató de escapar en el pasado Wallace y por eso se encontró atrapado en una espiral de uso y abuso de sexo y alcohol que le llevó a un psiquiátrico. Todo lo que de él se habló en cuanto al coqueteo con las drogas y más concretamente con la heroína es un bulo según la interpretación de sus propias palabras típico de la prensa rosa o del corazón. Es esta escena la que resume su filosofía de vida, la que le ha hecho ser de esa manera, fiel a ciertos principios a veces no comprendidos por la inmensa mayoría, con hobbys y maneras de ocupar su tiempo de ocio de andar por casa como puedan ser la lectura o el baile amateur en este caso en una iglesia bautista con música de Danny Elfman de fondo.
Esa imagen de la felicidad plena reflejada en su rostro rodada a cámara lenta vale más que mil palabras, justo la cantidad de páginas que tiene su libro. Ese es David Foster Wallace, un escritor muy humano, una buena persona. Lipsky y Ponsoldt cada uno a su manera nos lo presentan antes de su trágica muerte.
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