Estrenada simultáneamente en cines -en unas pocas salas- y en plataformas digitales -Movistar Plus- The Love Witch es un buen ejemplo de la viabilidad de pequeñas películas independientes que se alejan de lo convencional y lo comercial. El largometraje firmado por Anna Biller utiliza un lenguaje retro para hablar de un tema felizmente actual, el feminismo. En clave de comedia, pero sin caer en la parodia, la película parece realmente un film de finales de los años sesenta. Creo que esa es su mayor virtud. No estamos ante una imitación oportunista de lo grindhouse, ni ante una película que disfraza sus carencias bajo la etiqueta de "cine cutre" -nada que ver con Sharknado (2013)-. Biller utiliza el lenguaje de una película de Roger Corman, o de Jess Franco, para contar su historia, pero no se ríe de dichos elementos sino que se convierte en copiadora aplicada de sus recursos -el zoom, los filtros, los efectos de sonido- y de la inocencia de la época: las interpretaciones tienen voluntariamente el tono de una soap opera, pero aún así resultan muy efectivas. La operación es similar a la magnífica The Duke of Burgundy (2014). La temática, como indica su título, es la de la brujería, subgénero del terror que siempre se ha prestado al discurso feminista -recientemente, la estupenda The Witch (2015)-. Aquí, unas breves escenas de rituales paganos recuerdan a The Devil Rides Out (1968) de Terence Fisher- pero Biller prefiere no hacer demasiado hincapié en lo macabro. Los diálogos de sus personajes giran en torno a las relaciones entre hombres y mujeres, riéndose de las fantasías masculinas y haciendo sangre con el poder -sexual- de lo femenino. La protagonista, una perfecta Samantha Robinson, tiene el atractivo mortal de Eros y Tánatos, interpretando a una bruja con voracidad de mantis religiosa. De estética cuidadísima -decorados, atrezzo, maquillaje, vestuario y peinados, todo es perfecto- The Love Witch articula un discurso crítico sobre nuestra concepción del amor romántico y nos dice, a través de sus decorados, que seguimos amando utilizando las nocivas fantasías del pensamiento medieval -el amor cortés, el príncipe azul- encima con una mojigata moral victoriana y católica. En algún momento, incluso, este mensaje se expone al espectador de forma didáctica, con los actores mirando a cámara, con el tono del cine de explotación cautionary de los años 30 y 40. Todo esto hace del film una propuesta, quizás, demasiado intelectual, que se habría beneficiado de una dosis mayor de elementos tremendistas: más sexo, más terror o más comedia habrían aligerado un metraje de dos horas.