El argumento se centra en las calamidades sufridas en la huida de dos perros (Rowlf y Snitter) que se encuentran enjaulados en un laboratorio donde los hombres someten a todo tipo de animales a los más abominables experimentos en pos de la ciencia. Más que la trama o el dibujo, nada desdeñables, los puntos fuertes de la película residen en el tratamiento de los personajes que protagonizan la historia: los animales y el ser humano. Los primeros, por fin, son tratados de una forma totalmente alejada del patrón establecido por la factoría Disney y que impera en el cine de animación más convencional. Esos animales que actúan y piensan como seres humanos son ajenos a esta película, son perros, por tanto animales, la razón no tiene cabida y da paso al instinto animal. Además, el ser humano es representado de manera impersonal, a las personas que aparecen no se les ve el rostro, por lo que no hay ningún individuo en concreto que encarne el mal, sino el hombre como especie. Es él con su poder de raciocinio el que trata con vileza e insensibilidad a los demás miembros del reino animal.
Sin duda, es esta la característica que mejor define la película de Martin Rosen, y que debe mucho a la obra literaria de Jack London (del que ya hice referencia en la entrada de La Princesa Mononoke), en concreto a La llamada de lo Salvaje, esa magnífica historia de Butch, un san bernardo que, viviendo feliz con su amo, es raptado por un hombre violento y maltratador, y llevado como perro de tiro a las tierras heladas del Yukon. Esa es la esencia de The Plague Dogs, una denuncia a las cotas de irracionalidad que puede alcanzar el ser humano, demostrando que el hombre, por muy civilizado que se muestre, es el animal más salvaje de la Tierra.