Soplan vientos de radicalización en Europa, sin embargo, en España siguen viéndose cosas interesantes. Y mientras se siga pensando que el día del orgullo gay es innecesario, no habremos acabado. Madrid se convierte en un referente bajo el mandato de Carmena y Sevilla no se queda atrás.
Sevilla lleva en ebullición más de cuatro décadas. Para explicar qué sucede una vez al mes en La sala Holiday, tengo que volver en el tiempo 8 años. Yo trabajaba como pinche en un bar en la calle Doña María Coronel. La cocina ya había cambiado para entonces; los restaurantes de dos platos y comedor empezaban a desaparecer. Tapas de alto diseño elaboradas con productos de temporada a precio asequible. El mundillo empezaba a ganar caché y los morfinómanos cambiaban sus agujas por chaquetillas de la marca Egochef, eventualmente, las cambiarían por las de algún diseñador italiano en boga, una vez que consiguieran su primera estrella Michelín. Arguiñano se había pasado al perejil; ya no había vuelta atrás.
Para mi suerte, la cocina ya no era el ejército y a los pinches se los trataba con cierta dignidad. Esto no quería decir que los cocineros dejaran de meterse peyote en sus días libres para hacer tríos con la camarera y el jefe de sala, pero ese tipo de conductas empezaban a afearse mientras subíamos puesto a puesto en tripadvisor.
Sin saberlo, el gastrobar de diseño en el que trabajaba había sido uno de los locales más libertinos de la movida sevillana. En la puerta, un flamante pájaro verde hecho con azulejos daba nombre al antiguo pafeto. Un reducto de libertad sexual donde iban a parar los dioses de la noche para disfrutar sin ojos curiosos ni prejuicios. 40 años después, la historia volvía a repetirse en otro local que ha aguantado ininterrumpidamente hasta nuestro días: La sala Holiday.
Uno hace cola para entrar y el show ya ha empezado; el libertinaje se había extendido por toda la calle (El teatro es incapaz de contener tanto jolgorio). Ofrecían rebujito y yo decía que sí, salían actores metidos en el meollo a increparnos y yo decía que sí; dentro un photocall con los actores y yo sí, y una cerveza con la entrada y yo sí, sí, ¡Sí! Para cuando te quieres dar cuenta, estás sentado, aplaudiendo como un niño y pidiendo más de lo que sea que tengan para ti.
Una vez dentro, no se puede escapar del Rocky, al igual que no podemos negar nuestra naturaleza humana. El sexo es y será.
Veo un potencial abrumador en este espectáculo, apoyado de forma magistral en el vestuario y guiado, como punta de lanza, por la presencia imponente de Manuel Buzón en el papel del mayordomo Riff Raff. Algo están haciendo bien la gente del Rocky cuando más de un 15% del público son veteranos. Me encantaría volver; van a llegar lejos y no querría perdérmelo por nada del mundo.
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