The show must go on

Por Lamadretigre

Que la fama cuesta lo sabíamos todos los que tuvimos el buen criterio de nacer antes de los ochenta. Que se paga con sudor. También. Pero que el precio incluye renunciar a una fin de semana en París no lo sabía yo. Hasta ayer. Resulta que la fama no respeta ni Domingos ni fiestas de guardar y ayer, con las maletas de una semana a medio deshacer, La Primera y yo nos presentamos con media hora de antelación al ensayo de ballet.

Para poder estar allí una amiga tuvo que cambiar la hora de la fiesta de cumpleaños de su hija por haber cometido hace ocho años la osadía hace de parirla sin consultar con la profesora de ballet. La fiesta se transformó en una comida con derecho a piñata. Dejé a la niña a la una, me volví corriendo a casa, comimos, recogí la cocina y, con las mismas, me volví a recogerla con tiempo de sobra para hacerle el moño en el punto exacto de la coronilla que coincide con la punta del gorro de enanito que debe lucir para la ocasión. El traje de enanito había viajado previamente a Madrid  para que la abuela tigre pudiera meterle las mangas y sacarle el bajo con preción milimétrica.

Ya en el ensayo la profesora nos comunicó que debíamos agenciarnos unos tirantes, coserlos a unas medias amarillo pollo, pintar las zapatillas de ballet del susodicho tono canario y encontrar ropa interior que no se transparentase. Casi nada. Como madre de una futura estrella del Volga, tomé nota cuidadosamente y me decidí a dejarlo todo, TODO, para convertir a mi primogénita en el enano más primoroso de la historia de la danza infantil. En paralelo ya le habíamos confeccionado a la medida el tutú lila que necesitaba para la otra función. La Segunda que no podía ser menos había recibido también su tutú blanco impoluto con la medida exacta de su culito plano.

En estas andaba yo, organizando mi agenda al son de la coreografía, cuando leí en un cartelito nuevo y traicionero que el próximo domingo también hay ensayo. Mi primer impulso fue cederle a la niña el marrón de comunicarle a la profesora que nos sería imposible acudir puesto que desde hace un par de meses tenemos billetes para pasar el susodicho fin de semana en París. Lo que viene siendo a la vuelta de la esquina de Munich. Visto que realmente la adulta soy yo me armé de valor y se lo comuniqué a la profesora con toda el tacto del que fui capaz.

Lo que allí aconteció tras el funesto anuncio no estoy en condiciones de relatarlo sin que me invada el peor de los malos farios. Primero cayó presa de un vahído en un diván muy adhoc para la ocasión. Cuando se sobrepuso a tamaño disgusto, con todo el cuajo que muchos años de plié tras plié le otorgan, me dijo sin más que si la niña no iba al ensayo la niña no bailaba. Con un par. Que mis padres se vengan desde Madrid para el evento tampoco le ablandó el corazón de tul. Se pueden imaginar que mi cara se tornó escarlata al tiempo que se me nublaba la vista de rabia. Debí darle mucho medio y en plan conciliador me dijo que no se podía tener todo en la vida y que me buscara a alguien para dejar a la niña el fin de semana para que no se perdiera el ensayo. Desde luego los ovarios los tiene a pleno rendimiento la madame.

Lo gordo del asunto es que la niña no es Leroy Johnson. Comparte escenario con otros veinte. Es la última de su fila. Y sobretodo, tiene siete años. La realidad es que hay otra niña recién llegada que debe bailar mejor que la mía y la profesora está deseando cogernos en un renuncio para darle el papel a la otra. Sin más. Si yo fuera una persona normal pasaría del asunto pero después de cuatro años de no vivir por el ballet de las narices estoy dispuesta a comerme a la profesora. Con patatas.

The show must go on. Sí. Pero no a cualquier precio.


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