Al principio no te das cuenta, no te da tiempo y, si no piensas mucho, tampoco percibes síntomas.
Sigues con el ritmo, un, dos, un, dos,… mientras no lo pierdes no hay problema. Haces de todo, tu trabajo, tu casa, tu vida y, además, papeles, seguros, bancos. Te repiten tanto aquello de ‘la vida sigue’, que lo interiorizas, ‘the show must go on’.
Pero un día, más tarde o más temprano, comienzas a sentir el vacío, te das cuenta de que tu pecho se ha encogido por dentro, como si alojara un tifón que absorbe todo lo que había a su alrededor y ese espacio quedara muerto, hueco, negro, convertido en cenizas. Notas cómo ese polvo residual se va esparciendo con cada inspiración, con cada latido, invadiendo hasta el último rincón de tu cuerpo. Sabes que si te hicieras un corte en cualquier sitio saldría un líquido oscuro y espeso que continuaría manando el resto de tus días, una huella que evidencia a su paso que tu corazón se ha desgarrado. Esa es la única señal, imperceptible para los demás. Por fuera, el show continúa.