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Especial. Cobertura BAFICI 2011
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El caballo de Torino o Turín retoma la anécdota sobre el filósofo alemán que en las calles de esa ciudad italiana habría abrazado a un equino para salvarlo de los latigazos propinados por su dueño cochero. La reacción habría precedido -quizás anunciado- la debacle psíquica del autor de Así habló Zaratustra.
Apenas comienza la película y desde una voz en off, Tarr y Hranitzky rememoran el episodio y señalan el desconocimiento generalizado sobre el destino del caballo en cuestión. Enseguida lo vemos arrastrar una carreta que un fuerte torbellino se empecina en frenar y que un viejo conduce al hogar.
Sentados en las butacas de la sala, los espectadores sentimos la cara ajada por el viento, el olor a polvareda y hojarasca, la oscuridad fría de la casa de Ohlsdorfer e hija, la quemazón que provoca la papa recién hervida y servida. Mientras asistimos al film, nos enojamos con los directores por obligarnos a compartir la dura existencia de los personajes, por someternos a la rutina de levantarse, vestirse, buscar agua al pozo, repetir los exiguos desayuno y almuerzo, intentar sacar al caballo del establo, alimentarlo, mirar por la ventana, avivar el fuego de la estufa, desvestirse, acostarse.
Violines y chelos entonan una misma melodía a la par del sonido del viento. Sólo los escuetos diálogos entre padre e hija interrumpen la cruda letanía que refuerza la inevitabilidad de una rutina aplastante, alienante, mortífera.
Definitivamente, The Turin horse no es una propuesta apta para todo público. Dos horas y veinte de un relato por momentos asfixiante abruman aún a los cinéfilos sensibles a las actuaciones, a la fotografía y a la complejidad de una alegoría inspirada, siglo y medio después, por el genio nietzschiano.