Yo venía a contarles que aquel día en que mis entrañas se abrieron por cuarta vez ingresé automáticamente en el Delta Force del ejército maternal. Como todas las unidades top-secret funcionamos de tapadillo. No se dejen engatusar por las ojeras, el pelo desaliñado y los abdominales descolgados. Bajo esa fachada de mujeres al borde del ictus con hemiplejia, detrás de los suspiros de paciencia en peligro de extinción y los gritos de sargento de El Tercer Reich, se esconden algunas de las madres con más cuajo del planeta. No les quepa duda.
Se nos encomiendan las misiones más arriesgadas. Sólo nosotras somos capaces de calcular cuántos calabacines lleva la bechamel light de la Thermomix mientras evitas que La Cuarta se coma todas las galletas antes de llegar a la caja, sacas del carro la revista de La Barbie que La Primera te ha colado subrepticiamente, despegas a La Segunda de la sección de chucherías y te haces la loca mientras La Tercera se marca un cuerpo a tierra en el pasillo de los congelados porque quiere le compres un pimiento morrón.
Nos jugamos la vida a diario arriesgándonos a morir sepultadas bajo una avalancha de ropa sucia y somos capaces de planchar hasta que nos sangren los nudillos sin doblegarnos. Como todo cuerpo de élite tenemos nuestras prebendas y nuestros fondos reservados de privilegios inconfesables. Las madres muy numerosas vivimos como Dios. Que no se entere nadie.
Empecé a disfrutar de mis nuevos poderes cuando se me cuadró la matrona en el hospital. Fue tener a La Cuarta en mis brazos y empezar a recibir halagos y reverencias inusitadas. Hay que ver lo bien que está usted para tener cuatro hijas. Es usted una valiente. Esa leche suya parece leche merengada, mire cómo se le está criando la niña. Eso no fue más que el principio.
En seguida me di cuenta de que a las madres de cuatro o más se nos perdona todo. Hasta tu suegra, que todavía con La Tercera se atrevía a cuestionar si tus hijas debían o no llevar gorro a la misa de gallo, se calla resignada ante tu aplastante superioridad en lides infantiles. Nadie nos discute nuestras opiniones maternales. Ni nos salen trols en los blogs. Ni nada. Nuestra palabra es ley. Podemos permitirnos el lujo de destetar a nuestros niños cuándo y cómo nos dé la gana sin que nadie nos diga si es demasiado pronto. O demasiado tarde. Y darle al bebé morcilla de burgos sin que nadie llame a los servicios sociales.
El cuarto hijo, lejos de traer sólo un pan debajo del brazo, nos trae la fuerza misma. Nos convierte en maestros Jedi. Ya no tenemos hijos. Tenemos discípulos a los que mangoneamos sin pudor. Yo puedo perfectamente ir a tomarme una caña con las cuatro y no levantar el culo de la silla. Si La Tercera quiere ir al baño mando a La Segunda con instrucciones de desinfectar la taza, bajarle las braguitas y limpiarle el culete hasta que el papel salga blanco. Si La Cuarta quiere practicar a andar quién mejor que La Primera para ayudarle en sus primeros pasos. Si tienen más hambre se les manda a la barra con cinco euros para que se pidan unas patatas fritas y de paso me traigan otra clara. Y aquí paz. Y después gloria.
Cada vez que veo a una madre de tres multiplicándose hasta el infinito para satisfacer las mil y una necesidades de su progenie me embarga una pena infinita. Me gustaría decirle que hay vida después del tercer hijo. Que está a sólo un revolcón de ingresar en las altas esferas maternales donde más pura la luna brilla y se respira mejor. Por desgracia nuestro severo código de honor nos obliga a proteger nuestro secreto y a poner cara de estar muy agotada y muy harta de todo.
A las madre de cinco las miro con recelo. Me huelo que tienen algún as en la manga…
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