Una de mis películas predilectas en la infancia fue The Wanderers, largometraje del siempre interesante Philip Kaufman, que por regla general suele adaptar novelas en sus guiones. El libro en el que se basa, obra del gran Richard Price (recordemos: Clockers, La vida fácil, The Wire…), ha tardado casi 40 años en publicarse en España. Es como si, de alguna manera, yo lo hubiera estado esperando media vida.
The Wanderers, la novela, es un retrato de las últimas boqueadas de la adolescencia de un grupo de chavales del Bronx, previo ingreso a una juventud en la que tendrán que empezar a tomar decisiones (matrimonios, hijos, trabajos o estudios universitarios: el libro está ambientado en los 60, cuando no sonaba raro que la gente se casara con 17 o 18 años), uno de esos retratos que tan bien se les dan a los autores norteamericanos (pensemos en Rebeldes y La ley de la calle, de S. E. Hinton, o pensemos en El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, por citar unas pocas). Richard Price, mediante su habitual y precisa economía de medios (en su prosa predominan los diálogos, las descripciones breves, los detalles de las acciones de los personajes… pero no suele haber reflexiones del autor o monólogos interiores), nos invita a conocer los años de un grupo de muchachos de ascendencia italoamericana, metidos en peleas con otras bandas, en trifulcas de escuela, obsesionados con los ligues y las fiestas y con perder la virginidad y con escuchar una y otra vez la música de Dion o The Four Seasons.
Pero Price no se queda sólo ahí: sin duda uno de los aspectos más interesantes es la relación que los personajes protagonistas mantienen con sus padres (la mayoría son padres autoritarios, que apalizan a sus hijos o los tienen dominados bajo un influjo pernicioso) y el nudo de decepción que los va carcomiendo cuando sus objetivos, ya logrados, no se parecen nada a sus sueños. Aunque, en general, la película se parece mucho, hay algunos detalles que las alejan: el filme es, quizá, más divertido, y el libro más dramático. Si la película acababa con un toque de nostalgia (uno de los protagonistas observando a Bob Dylan mientras canta, en un garito, “Los tiempos están cambiando”), la novela termina con un toque bastante crudo y pesimista (una violación y la disolución definitiva de la banda). Pero no sabría cuál elegir. Porque la película tiene algo que la prosa nunca podrá igualar: las canciones; en el libro se citan las canciones, pero en el filme las oímos, las tarareamos. William S. Burroughs definió perfectamente esta gran, electrizante novela, con la siguiente frase: “Un retrato conmovedor de una juventud confusa”. ¿Quién no ha estado alguna vez en el pellejo de Richie, Perry, Eugene, Joey o Buddy cuando se obsesionan con tocarle las tetas a una chica en la primera cita, o cuando convencen al que parece mayor para que les compre alcohol, o cuando se abrazan a sus amigos cantando el tema que los identifica, como en el siguiente fragmento?:
Cuando las primeras notas de piano de “The Wanderers” llenaron la sala, la gente empezó a bailar otra vez. Joey se giró hacia sus cuatro amigos y empezó a cantar. Uno tras otro, todos se pusieron a cantar.
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Vago de ciudad en ciudad.
Voy por la vida sin preocuparme.
Joey cantaba y lloraba a la vez. A Perry le entró una gran tristeza que le hormigueaba por la cabeza y los hombros. Richie estaba aterrado por lo que no sabía. Eugene se conmovió con las lágrimas de Joey, pero tenía más de media mente puesta en Nina Becker. Buddy rodeó con los brazos el cuello de Richie y de Joey y apretó tanto como pudo, como si cuanto más apretara, más cosas seguirían igual. No tardaron en estar todos con los brazos rodeándose el cuello unos a otros, con los dedos clavados en la carne, tratando de formar un círculo que nada –escuela, mujeres, niños, bodas, madres, padres– pudiera penetrar.
[Mondadori. Traducción de Marc Viaplana]
Nota al pie: escribí este texto ayer mismo; después busqué alguna reseña sobre el libro y me encontré con esta magnífica crítica de Kiko Amat, de quien ya sabíamos que es un apasionado admirador de Price. No me sorprende que ambos hayamos elegido el mismo fragmento de la novela para cerrar nuestras respectivas recomendaciones.