'The Wild Bunch', de Sam Peckinpah

Publicado el 05 septiembre 2010 por Avellanal

En cierta conferencia perdida en la nebulosa del espacio y el tiempo, Borges, en inglés, se refería a la épica, y no vacilaba en afirmar que Hollywood (¡sí, precisamente Hollywood!) era el lugar que más épica ha proporcionado al mundo entero. Se sobreentiende que la referencia se centra de modo casi exclusivo en el género del western: en todo el planeta, cuando la gente ve un western –al contemplar la mitología del jinete, el desierto, la justicia, el sheriff, los disparos y todo eso–, creo que capta la emoción de la épica, lo sepa o no.

The Wild Bunch es una película de 1969. Es incuestionable que Borges nunca pudo verla; por el contrario, el paradigma de western que él concebía podría buscarse en High Noon o en alguno de John Ford. No obstante, en el filme de Sam Peckinpah se puede apreciar con gran nitidez la presencia de la mayoría de esos elementos que configuran la tipicidad del western: hay jinetes, hay desierto, hay disparos (¡vaya si los hay!), hay bandidos, hay bandidos (no es un error de redacción), y… ¿hay justicia?

The Wild Bunch no es una cinta épica en el sentido que le asigna Borges, desde el mismo momento en que no asistimos a una tradicional narración en la que se diferencie, de forma nítida y tajante, aquello que está bien de lo que está mal, héroes de villanos, blanco de negro. Es cierto que las preferencias del director –y, supongo, de la gran mayoría de los espectadores– son evidentes, pero inmiscuidos en un entorno inmundo y corrupto, donde impera la ley del más fuerte, todos los personajes son delineados por el mismo pincel que no delimita con precisión la línea que separa al mal del bien: la banda de forajidos de Pike Bishop, Freddie Sykes y su grupo de caza recompensas, el ejército del general Mapache; unos y otros tienen como ideal supremo al dinero, y no vacilan en sacar a la luz sus peores miserias con tal de conseguir el objetivo propuesto. En este western atípico, desmitificador, no existen paladines de la justicia ni héroes ávidos de alcanzar colosales hazañas. La vida humana es, para estos descorazonados hombres, insignificante, configura un bien menor, sin importancia; de ahí que la película transmita altísimos niveles de crudeza y violencia. La única diferencia, y he aquí, intuyo, la causa de la inequívoca inclinación hacía la banda que encabeza Bishop, radica en que existe en éstos una especie de tambaleante ética personal que se exterioriza en un profundo sentido de la lealtad y el compañerismo.

Creo que el personaje más significativo, desde un costado psicológico, es el que compone Robert Ryan (Freddie Sykes), puesto que plasma a un bandido advenido, por obligación, en “justiciero” y líder de un grupo de ineptos caza recompensas: durante todo el desarrollo de la cinta se deja traslucir su disgusto, su molestia con el rol impuesto, ya que toma conciencia de que, al enfrentar a quien fuera su compañero, de alguna manera, se está enfrentando a sí mismo. Skyles sabe de antemano que no atrapará a Bishop; su persecución, por el contrario, es contra su propia esencia, persigue a su misma sombra, a su reflejo. Ya que hacía referencia a Borges antes, este forajido ciertamente me hace recordar a Cruz, el personaje del Martín Fierro, y aquella interpretación borgeana que reza: Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que los jinetes y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él.

La dirección de Sam Peckinpah no podría ser mejor: su manejo tan particular de la cámara, llenando las escenas de ralentizaciones y zooms, resulta brillante, le confiere a la película un poderío visual pocas veces visto en la historia del cine. Tanto la secuencia inicial como la final son las dos más impactantes a lo largo de las casi dos horas y media (siempre hablando de la versión original del director), pero, sin duda alguna, es ese apoteósico cierre el que dota de auténtica magia al film. Desde la agria detención en el burdel hasta la inevitable expiración (¿y expiación?, me pregunto) de cada uno de los cuatro, y pasando, sobre todo, por la polvorienta marcha decidida y trágica, por esa caminata hacia la muerte, por ese tránsito repleto de agonía y desamparo (instantes supremos), pareciera que una aureola arrebatadora y fascinante rodea la esculpida lente de Peckinpah, y uno siente, al silbido de las balas, un cóctel impreciso de tristeza, estupor y éxtasis.

The Wild Bunch (EE.UU., 1969)
Director: Sam Peckinpah.
Intérpretes: William Holden, Ernest Borgnine, Robert Ryan, Edmond O’Brien, Ben Johnson.
Calificación: 8,50.